"Herencia" de Regina Garrido

 



Herencia de Regina Garrido


La primera cosa que hacemos uso de nuestra herencia es el lenguaje. Fuera de nuestro organismo y sus funciones, aprendemos a hacer uso de la palabra para vivir. Mamá, es una de esas primeras palabras, o la primera, que articula la criatura humana. Y conforme pasa el tiempo aprendemos, mediante el lenguaje, a expresar nuestras necesidades, deseos, angustias y sueños. Aprendemos, también, cuando nos iniciamos como poetas, que el lenguaje no es inocente. Heredamos, entonces, un mundo en el cual aprendemos a habitar con el lenguaje.

Herencia de Regina Garrido trata de esos procesos en que el lenguaje se encuentra con lo no heredado. ¿Cómo entendemos de pronto el significado de la muerte? ¿Cómo aprendemos que el amor es lo que nos deja en silencio? Y: ¿Ante quién hablamos cuando escribimos poemas? O: ¿Para qué escribimos?

El libro posee tres partes que, en lenguaje lírico coloquial y confesional simbólico, nos acercan a la intimidad de una voz que se quiebra, reflexiona y se impone ante las tribulaciones de la muerte, el amor y la página en blanco.

La primera parte, titulada Las edades y los reinos, inicia con el poema Pájaros, en donde el aprendizaje del significado de la muerte nos impele a cultivar una manera de desenterrar la memoria, de deconstruir los ritos. Tras el entierro hay un vuelo de la palabra; la jaula del corazón era la casa en donde las palabras esperaban sublevarse a la violencia de la muerte, adentro ellas estaban conteniéndose en distintas perspectivas, como es el título del segundo poema, haciendo la tasación de las posesiones perentorias del padre, y a través de la memorabilia por la cual la madre acude ante el miedo, para proteger a aquellas palabras que son elegía de hojas secas, de sonidos que retornan en crujidos, martilleos y risas. Estamos en el reino de la hermandad secreta de la poesía, de la mismidad en que la voz poética se da una tregua para observar su crecimiento, que no está hecho solo competencia o fracasos.

Las edades son esa torre de naipes, en donde la poeta se reconstruye para habitarla, convocando a los otros que contribuyen, con sus fantasmales presencias, a que esa torre del destino y el azar sea algo que luego podamos dejar como herencia de nuestra permanencia. Es la lucha entre lo que podemos heredar y lo que no se puede heredar. Y la poesía, como la memoria de las cosas fugaces, si bien no restituye nada, o supla el vacío, es más bien la conciencia de esa ausencia que uno es. La poesía es el retrato de lo que ya no se es. Por eso la poeta es la hija pródiga que retorna como otro yo, con otro lenguaje no heredado. Y es así, entonces, que la casa dejó de ser la jaula de esa ave que era el primer lenguaje inocente, y es ahora la isla en donde el cuerpo ya no cabe, y solo queda la poesía que viene para explorarla en sus desoladas páginas olvidadas.

En Los bienes y los males, la segunda parte, el amor se convierte en una encrucijada para expresar las pulsaciones del erotismo como vía de reconocimiento y afirmación en el mundo. No para habitar la isla, sino, más bien, para salir de ella, y perseguir esa sensual persuasión que es la seducción del otro, que nos obliga a tomar conciencia del amor como un lenguaje que hay que aprender desde la boca del otro, ese dulce y amargo amor que es entrega tras la pérdida de la inocencia o del heredado mundo primigenio.

Y es que el amor no es algo que heredamos, sino que, como diría Antonio Cisneros, se aprende, nace en el reconocimiento de que somos cuerpo para el otro, lenguaje que no se basta, que no se agota en los sentimientos. Aprendemos a amar en ceremonia, en ese transportarse del momento del amor al fusionarse y ser otro cuerpo, como un arbolario o como el símbolo de Géminis. Es decir, son dos, como el lenguaje poético, pero en un solo cuerpo, un credo platónico que, ante la máxima certeza de que todo es parte de un proceso de descomposición o hibris, nos exige a aceptar que es necesario primero el restituirnos, el eros Pandemo y el eros Uranio de Platón, trascendiendo la divergencia de los bienes y los males.

La última parte, La ira y el tiempo, es el plano multidimensional de la poesía, esa otra casa de las cosas fugaces y perennes, en donde las palabras están para fundar aquello que se va a dejar en herencia. Inicia con un arte poética, Ars, cito: “Querer decir espuma y aire/ pero decir pared blanca (…) Palabra que se quiere formar en las/puntas de mis dedos/ de mi lengua/ termina en una pugna violenta/ donde la hoja en blanco/ se declara inequívoca vencedora”. Aquí la imposibilidad del lenguaje poético de poseer la realidad toda para heredarla al lector o a la lectora, tal como hemos heredado de la tradición a César Vallejo, Jorge Tellier o Stéphane Mallarmé (y nombro a ellos pues el poema me los evoca), es más bien el recurso de deconstrucción de esa torre del lenguaje patriarcal que no le es suficiente a la voz poética que declara su simbólica derrota. Pero aquella derrota simbólica es la que mejor expresa la más alta épica de todo acto creativo. Ese fracaso es más bien la más hermosa y realista herencia de la poesía que nos dejó el siglo XIX y que poetizaron las vanguardias del siglo XX.

El barro o Adán, o el lenguaje que cree ser vaticinio o sentencia o fe, está escrito por una mano desasida que vuelve a intentar habitar los reinos de la hoja en blanco. Las palabras ahora son aquellos simbólicos insectos hábiles para la noche, mientras que la poeta o la voz poética quisiera circular tan campante como ellos en la ciudad, con la certeza de que la luz que ilumina la escritura es una utopía a seguir. Estamos, en esta última sección del libro, en la anatomía de la otredad, de la división del yo en su memento mori. Porque la creación está hecha de fallas que los mitos tratan de subsanar, está hecha de Caín y las ambiciones de llegar al sol, en esas horas danzantes, cargando el paso del tiempo, y que no es otra cosa que seguir empujando la roca de Sísifo.

Poiesis, aquí, significa el yo poético devorándose a sí mismo, rompiendo los extramuros de la casa o la torre o la isla, en esa incapacidad de decir y de ser plenamente en la palabra. Escribir y fallar es la Itaca, es la escritura que deforma la visión de lo utópico, la ira bifronte del yo que se completa en otro, y se reclama con el tiempo en esa imagen fallida e incompleta del poema que es adonde se ha llegado tras el viaje. En el poema Recordatorio, aunque se ha llegado a esa Itaca, la utopía ya no es la ciudad. El lenguaje es Prometeo en una nueva lucha donde no puede haber victoria: en la derrota está la poesía. Heredamos la derrota del lenguaje, porque el poema no está hecho de palabras, sino de esa lucha por la utopía de ser humanos, el anhelo o el amor. No heredamos poemas, ni una tradición hecha de bustos de poetas; heredamos poesía. Porque las palabras dejaron de ser juegos de desdoblamientos, huellas que olvidaron el camino. La herencia no es el lenguaje, sino lo que podemos hacer con el lenguaje cuando nos hallamos ante las grandes incertidumbres del amor y de la muerte.

Miguel Ildefonso

28-1-21


Regina Garrido

Bachiller en Literatura por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Sus poemarios obtuvieron menciones honrosas en el Concurso de Poesía para Mujeres «Scriptura» (2015) y en la X edición del concurso «El Poeta Joven del Perú» (2017). Es directora de la revista Pedernal desde el 2016 y se dedica a la investigación de la poesía peruana del siglo XX. El poemario «Herencia» fue ganador del XI Concurso Nacional de Poesía “Premio José Watanabe Varas” 2019. 


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