“Desenfreno” de Carlos Rengifo
Fragmento
de Desenfreno:
Al cantar, su voz áspera, sus gestos frenéticos, su honda intensidad, eran nuestros gestos y nuestras voces pugnando por salir y manifestarse, en una volcánica erupción de rabia, grito y desgarramiento, porque la vida entonces era un cúmulo de insatisfacciones y necesidades que nos obligaban a clavarnos una aguja, beber hasta ahogarnos, aspirar el polvo que destapaba nuestra fosas nasales para llegar al tuétano, a la médula del cerebro, donde los colores explotaban como fuegos artificiales del 4 de julio. Janis representaba eso, y mucho más, era el símbolo de una generación rupturista que anhelaba echar al tacho toda la mierda que nos habían inculcado desde la niñez, esa educación impositiva y castradora, ese acartonamiento en reglas específicas y faltas de imaginación, para que solo sirviéramos al establishment como simples máquinas repetidoras de un mismo himno, de aquel canto distinto al de Janis que manipulaban desde el poder, desde las altas esferas donde Richard Nixon era un triste bufón.
Arriba, en el escenario, uno pensaría que Janis era única y no habría nadie más, que no tendría padres ni hermanos, ni otros parientes que se relacionaran con ella, pues era fácil alucinar que el único vientre donde estuvo gestándose era el útero vocal, la única matriz que pudo haberla cobijado y parido era la música. Por eso, me resultaba extraño que hubiera una madre que había anhelado que su hija mayor fuera una sencilla maestra de escuela, cuando en realidad sus auténticas madres eran Ma Rainey, Bessie Smith y Big Mama Thornton, cantantes afroamericanas de blues que escuchaba en la adolescencia y que tuvieron un influjo en su gusto musical e interpretativo. Aun por esos días, mientras convivíamos en Larkspur donde se aparecían los amigos y el productor de la banda que la inquietaba para grabar, aparte de los discos de cantantes y grupos contemporáneos, también oíamos los viejos blues de estas señoras, en un ámbito de consumo alcohólico, chutes y relajación, sabiendo que voces así no iban a surgir nunca más. Janis, sin ser propiamente emuladora de ellas, era una blanca que cantaba como negra, es decir, cantaba temas destinados a los negros, en una fusión de soul, blues, pop, beat que para muchos solo deberían interpretar cantantes de color. Sin embargo, el hecho de que ella lo hiciera le daba un toque particular, al mismo tiempo que se granjeaba un buen ejército de fans que, todavía sorprendidos y desconcertados, no sabían a ciencia cierta por qué la seguían, por qué les gustaba tanto.
Sumergidos en la música que nos transportaba a los ranchos de Alabama, Tennessee y Mississippi, ni siquiera nos preguntábamos por los que morían en Vietnam, en esta guerra absurda en que la peor parte se la llevaban nuestros jóvenes soldados, muchos de los cuales volvían del infierno mutilados, ciegos, sordos, con los nervios de punta (aunque también se sabía de masacres perpetradas por las tropas norteamericanas contra aldeanos civiles), y era porque el placer y la evasión que producían los alcaloides era egoísta, porque la libertad que Janis tanto había deseado, luego de haber estado en un pueblito texano donde a las mujeres solo se les permitía casarse, tener hijos, ir a misa y cerrar la boca, no le dejaba espacio para imaginarse las aldeas y tierras vietnamitas en conflicto. Sin ser demasiado ajenos tampoco a ciertas manifestaciones y protestas en las calles, vivíamos al margen de lo que las bombas de napalm podían ocasionar, inmersos en un radio cerrado de alcohol y psicodelia donde lo importante era soltarse, relajarse, ir hasta lo más profundo de sí mismo y regresar. Algunos se quedaban en el medio y no volvían, como el trompetista Ryan McCovey, que lo encontraron en la tina de su apartamento con la jeringa en la mano y una expresión de jubilosa ausencia que contrastaba con el rigor mortis, y también la bella Madison Phillips, otra amiga íntima de Janis, que una noche se bebió casi todo lo que había en la barra del Threw Up, compitió con unas nudistas en la pista de baile y terminó en la habitación del negro Benny «Monkey» Dee, un conocido distribuidor, quien, a cambio de unos coitos, la estuvo inyectando en las venas del pie, puesto que las de sus brazos estaban muy piqueteadas, y amaneció muerta en el callejón que dividía la vivienda del negro con un viejo motel, hinchada por la droga, y de «Monkey» Dee no se supo nada, por más que la policía husmeó en el barrio, ni se le volvió a ver el rastro por las calles de Larkspur.