"Bitácora de la Salamandra" de mdih


UN PASEO POR LA BITÁCORA

 

Por: Santiago Méndez Ruíz

 

 

La Bitácora que nos ofrece Miguel Ildefonso a través de Abismos del Suroeste contiene un cuaderno de navegación por este confuso siglo veintiuno embellecido por un artista de la palabra, un maestro de la lengua española. Se trata de unos “petits poèmes en prose" de significados múltiples y vivencias complementarias y, a la vez, en muchos de ellos, enfrentadas.

Miguel Ildefonso, Premio Nacional de Poesía en Perú, se enfrenta a dos corrientes peligrosas en su travesía vital y literaria si no se tiene, lo que no es el caso, la habilidad, el oficio y el arte del navegante: La primera de ella es la necesidad de viajar, quizá de la huida; en cualquier caso, la de abandonar, siquiera por temporadas o con la pura imaginación, la realidad de su país, la más dura y con ello evoca el mismo sentimiento del artista malherido que expresó en su día el poeta Salvador Espriu refiriéndose a Espaǹa:Oh, que cansat estic de la meva/covarda, salvatge tierra/i com m´agradaria d´alluyar-meń, nor enllà, onde diue que la gente és neta/i noble, culta, rica/desvetllada y feliz”. Miguel Ildefonso no formula el deseo; lo lleva a cabo: “Recuerdo los desiertos, las planicies, las imprentas de las sombras en las lomas, ahora yo, escuchando las súplicas postreras de los cantantes que mi padre escuchaba “Moonshines” de Bob Dylan” Y nos trae “El claro de luna” oído tanto en El Paso University como en las calles líquidas de Venecia. A veces, el deseado Norte forma parte en algunos de esos poemas con los que acompañamos ¿el cuaderno? de bitácora, de una pesadilla pues bien sabe el artista que la felicidad no es un lugar, ni siquiera un estado, probablemente el solo placer y esfuerzo de la escritura. Compañeros de viaje son grandes de la música, Dylan -Bob, aunque el otro, Thomas, el poeta, tampoco es olvidado por el autor-, Hot Red Chili Peppers una tarde Nochebuena, el maestro Lou Reed como una aparición en las calles de Nueva York proponiendo un juego de ángeles y demonios. El rock se codea con Barber o con Chopin, a quien el autor se dirige, con el mismo desparpajo que a Dios.

La necesidad de irse, de viajar es ante todo una propuesta imaginativa, como la recreación de una casa “indie”, que puede verse acompañando un video de YouTube y que la música levanta ayudada por las palabras y la maestría del autor. Pero, así como Espriu concluye su poema: “i em quedaré aquí fins a la mort./Car soc també molt covard i salvatge”, terminando con un canto de amor a su desdichada y salvaje patria, Miguel Ildefonso ama Perú profundamente, nos sitúa en las calles de Lima, compara a sus albañiles o sus pescadores con los poetas que NADA saben de la fortaleza porque jamás han hecho el encofrado de un edificio ni se han aventurado millas en el océano para saber de la belleza de los peces. El artista, el escritor, el poeta escucha en Lima a los grandes del rock y, con ellos, a la mujer perdida que se fue, que abandonó el país y su amor para siempre.

Miguel Ildefonso, se deja arrastrar por las calles de Lima, ebrio y por las carreteras de Perú, y nos lleva con él, irremisiblemente subyugados por imágenes rabiosamente bellas y contemporáneas: Dios colgado de un poste y le da dinero para que le vaya a por ron. “La Muerte es una estación de gasolina -escribe- en donde no tienes dinero, no tienes carro. Sólo estás allí para ver quién te recoge”. “48 años tiene este cuerpo y se siente cansado, viejo, carro del 70 dejado en la carretera para ser devorado por el viento.” Y así prosigue hasta adentrarse en el segundo de los retos de este libro.

Un poeta, un gran poeta, un escritor, un gran escritor y, sin embargo, no deja de preguntarse para qué, la finalidad del hecho de escribir, zahiere a los críticos , ajenos a la mirada del Cristo de quien escribe desde las aceras, de quien muestra su arte con tiza e, incluso, se atreve con la pregunta que muchos lectores tienen a veces en su cabeza y la mayoría de los poetas, pero que estos no se atreven en ningún modo a hacerse en público: “Uno publica un libro y lo deja ahí sin vender y se pregunta para qué lo publicó y para qué lo escribió (…) ¿Qué hago para venderlos? Se pregunta uno. ¿Hago muchas presentaciones? ¿Avasallo las redes hacíéndome propaganda? ¿Me desnudo en la calle con un libro en la mano? (…) Uno ve sus libros en cajas de cartón, acumuladas en los rincones".(…) Y ahora qué hacemos Chopin? Aquí sigo escribiendo como hace 30 años y tú sigues dándole al piano como hace tantísimos años en esta envilecida tierra de las ventas".

A pesar de ello el poeta reconoce que, siendo un grano minúsculo en una galaxia, “Dejar de escribir ya no es una opción. Tantas veces intenté hacer otras cosas y las hice, pero siempre volvía a escribir, como ahorita aquí sentado, escuchando una canción de Luis Miguel".

Aunque a través de sus notas de navegación conocemos al artista, apasionado por la música del "synthrock" de Future Islands a los conciertos de piano “grande classe", las canciones de Paul Simon, su fascinación por las calles, el fracaso asumido en el amor, los refugios imaginados o imaginarios y su piedad por los niños, incluido naturalmente el niño que aún vive en él.

Parafraseando a Foucault, a quien Miguel Ildefonso rinde tributo fugaz y sutilmente, no se pregunten quién es o qué es La Salamandra, ni le pidan que siga siendo la misma a lo largo de este libro lúcido, culto, solidario y moderno que tienen a su disposición. 


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