"Poemas del Ropero" de Luis Hernández


¿Cómo podría empezar un discurso de presentación del libro de un poeta como Luis Hernández Camarero, al que sin haberlo conocido en persona es como si hubiera sido, y siga siendo, un amigo? Un amigo al que uno no se cansa de admirarlo y de quererlo. ¿Cómo presentar un libro, que no es un libro, sino la gimnasia artística de un genio que escribía en cuadernos, hojas sueltas, cartulinas; es decir, que insuflaba poesía la vida misma? Una poesía que despierta amor y regocijo desde que uno lee los primeros versos. 

Efectivamente, me podría remitir a cuando lo conocí; digo “lo conocí” porque quien se acerca a su obra, como me acerqué yo y mi generación del 90, no solo se vuelve un cómplice de sus sueños, o un fiel lector que siempre va tras esas huellas en versos que dejó, sino un acérrimo amigo dispuesto a dialogar a cualquier hora, en cualquier estación del año, con esa poesía dialogante, de palabras cristalinas, de gozo aun en la tristeza.

La obra poética de Luis Hernández nos lleva a una experiencia más allá de lo literario; es la voz de un amigo que nos habla no solo al corazón o a la inteligencia, o que exalta la belleza en los lugares del júbilo, sino también nos induce a la búsqueda de la embriaguez espiritual, a la asunción de la conciencia hacia una vida trascendental. Al trascender la pequeña individualidad, nos conectamos a una experiencia pura de solidaridad e identificación tanto con la vastedad del cosmos o  las constelaciones como con las cosas sencillas y cotidianas. 


Pero quiero volver a cuando lo conocí o cuando lo conocimos aquellos jóvenes poetas de fin de milenio, que, tras la caída del Muro de Berlín, en plena violencia política en el país, buscábamos encausarnos en esa utopía inacabable de la poesía. Esto fue en la edición de Vox horrísona de Ernesto Mora y en la que hizo Mirko Lauer y la revista Hueso Húmero, y también en los artículos publicados, por ejemplo, en el diario La República con la pluma de Edgar O’Hara o Eduardo Chirinos. Pasó un tiempo para hallar la mítica publicación que hiciera Nicolás Yerovi, y un tiempo más para tocar sus manuscritos y dibujos en cuadernos y papeles sueltos que están, por ejemplo, en los archivos de la Universidad Católica o en colecciones particulares, y también, siempre tras sus huellas, para conversar sobre él con los que lo conocieron como Luis la Hoz, Reynaldo Arenas o "Kike" Wangeman. Un día nos aventuramos a la casa de la familia Hernández en la calle 6 de Agosto de Jesús María, y le hicimos afuera un homenaje leyendo sus poemas, y acabamos colocando rosas rojas en el pabellón San Antoliano del cementerio El Ángel, bebiendo en su honor y fumando mientras sonaban las canciones de Los Beatles.

Orilla en 1961, Charlie Melnik en 1962 y Las constelaciones en 1965, trajeron una voz nueva que se quedó siempre fresca, calando hondo en el nuevo cielo de la poesía hispanoamericana, con esos versos que irradian una música capaz de tocar lo más íntimo de quien lo lee.

Luego de Las constelaciones, “un libro que por varias razones fue y es una piedra de toque fundamental en el desarrollo de la poesía peruana contemporánea”, como dice el poeta Roger Santiváñez, Luis Hernández no publicó más; se dedicó a escribir en cuadernos donde también dibujada, y que luego los regalaba a amigos o a quien en determinado momento se encontrara allí, en esos actos suyos que aun desestabilizan  el establishment de la cultura y el circuito comercial de los libros. El poeta solo atisbó la edición de una parte de su poesía reunida que hizo Nicolás Yerovi titulada Vox horrísona. Tomo I poco antes de aquel 3 de octubre de 1977 en Buenos Aires.


Nos dejó un mundo imaginario de seres inolvidables, que en medio de la neblina limeña aun puedo reconocer caminando o parados en una esquina, fumando, oyendo música en audífonos. El Jardinero de Cizaña, Charlie Melnik, Federico Chopin, Galileo, Ezra Pound, ese “viejo che’su madre”, Beethoven y el Astronauta. Amigos también de los nuevos solitarios del mundo del siglo XXI, navegantes de espacios virtuales. 

Presentar, entonces, la reedición de Poemas del Ropero implica un desafío que, a su vez, impele a emular la ruptura de lo convencional como lo hacía el poeta. Y tratar de estar a la altura de una poesía capaz de romper con todo protocolo. Y abordar poemas que cambiaron la vida de muchos de nosotros, que nos abrió no solo un camino con una nueva estética, sino despertó una forma maravillosa de ser poeta, de entender mejor el mundo, de amar este cielo, aun nubloso, para vivir felices aquellos actos solitarios como un único y eterno momento irrepetible.

Poemas del ropero apareció en el año 1999, con poemas que habían estado guardados en hojas pegadas en la espalda de un ropero en una casa de Breña. Guardados por Wangeman, el amigo músico de la época de la "Cochera Sixtina" de la cuadra 8 de la avenida Salaverry. Allí estaba Luchito, otra vez, rompiendo el canon, como cuando instauraba el coloquialismo en la época de los hippies, con el mismo poder desacralizador, con su tierno humor e ironía. En un medio en que la cultura oficial se caracteriza por la solemnidad, irrumpía él desde un ropero con el lenguaje irreverente de la cultura pop. Pero, hay que aclarar; aquello desafiante y desestabilizador en la voz de Luis Hernández no tiene que ver con lo violento, sino con su sensibilidad, con la finísima sonoridad y el cromatismo de sus versos, con esa ternura que arrebata y desaloja las bajas pasiones cotidianas de este mundanal mundo.


La belleza de sus versos se debe a su incesante búsqueda de dar nuevos sentidos a las palabras. En un tiempo en que el arte se ha devaluado por una retórica vacía; en que existe la desconfianza en el lenguaje lírico porque el de la crítica no es suficiente, la poesía de Hernández aparece revolucionaria por atacar ese estancamiento, esa fosilización de museo. Si bien en la poesía hispanoamericana había autores como Nicanor Parra o Ernesto Cardenal, con Hernández sucede un fenómeno mucho más demoledor que la antipoesía o el exteriorismo que trajeron el chileno y el nicaragüense. Luis Hernández desplazó la poesía fuera de lo académico, pero primero se sumergió en el centro mismo de la lírica oficial para romper sus cimientos con aquel “viejo, che’su madre”, y así, luego, navegar hacia los márgenes, y más allá, dejando incluso de publicar, rompiendo los moldes devenidos en simples mercancías. No había mejor política que hacer que sus poemas perduraran, por ejemplo, en un ropero.  Eso es tener fe en la palabra, en la belleza de la palabra como exaltación de la vida, de celebrar el vivir. No había una performance más sublime.

Es por eso que su voz sigue vigente, denunciando además el abuso del poder, de todo autoritarismo, sacándonos de nuestro ridículo y desmedido materialismo. La publicación de Poemas del ropero significa una apuesta por la vitalidad de una voz que nos llega hondo por su honestidad, por su soñada coherencia; es decir, por creer en la poesía aun a costa de dejar de asumir la postura pública de poeta, y de este modo denunciar su “canibalización” por el comercio, como sucede muchas veces con la figura de César Vallejo.

Felicito entonces a la periodista Liliana Bringas y a Rolo (en el cielo) por este trabajo, por traernos de nuevo a un amigo, a un autor de la dimensión de Luis Hernández Camarero para los lectores de este nuevo milenio, en esta era digital.

“Yo hubiera sido Premio Nobel de Física,/ pero el sol, la cerveza, la playa, la coca cola,/ los parques, y, un amor, me lo impidieron.” Eso decía el poeta seguramente frente al mar de la playa La Herradura, en un crepúsculo de verano, con una botella de cerveza, contemplando los cromáticos yates. Y, bueno, pues, no hizo falta que lo ganara. El premio son sus lectores y amigos que siempre lo celebran, que lo celebramos siempre como nosotros ahora en esta noche en la Casa de la Literatura. Ya no son tan solitarios aquellos actos como del amor y de la muerte.


Leído en la presentación de "Poemas del Ropero" en Casa de la Literatura. 11/5/23

Foto 1: En Casa de la Literatura, en la mesa los presentadores: Dante Castro, Miguel Ildefonso, Liliana Bringas y Sandro Chiri.
Foto 2: La nueva edición de "Poemas del Ropero".
Foto 3: Los presentadores y "Kike" Wangeman (el penúltimo de la derecha).
Foto 4: La casa que fue de la familia Hernandez en la calle 6 de Agosto, J. M.. 
Foto 5: Frente a donde era la "Cochera Sixtina" en la cuadra 8 de la av. Salaverry. "Kike" había convertido la cochera de la casa de la familia Wangeman en un estudio fotográfico. El pintor que daba los brochazos a las paredes se llamaba Sixto; por lo que a Lucho se le ocurrió llamarla así, primero la Capilla Sixtina, luego la Cochera Sixtina. Una de las paredes era de color blanco, que terminó siendo de colores porque Lucho hacía dibujos cada vez que llegaba. Fue el punto de las reuniones de los amigos de entonces. "Kike" estudiaba música en el Conservatorio, tocaba excelente el piano. Lucho también tocaba el piano. Fue por eso que un amigo en común los presentó. Se hicieron muy amigos.

Entradas populares