“Sin amor no se vive, con amor se muere”, de Yoshiro Chávez Villegas
Yoshiro Chávez Villegas nació en La Convención (1969). Vivió su niñez e infancia en Arequipa. Radica en Lima desde los 17 años. Se graduó de abogado en la UNFV y tiene estudios de post grado en la PUCP. Escribe cuento, novela, poesía, es además compositor de música. El amor es un abismo que viene hacia nosotros es su ópera prima de relatos publicado en 2015 (Editorial SUMMA). Está incluido en la selección Siete narradores contemporáneos cusqueños (Sieteculebras Editores, 2017). En 2017 publicó también el poemario Las órdenes del ebrio (Hipocampo Editores).
Sin amor no se vive, con amor se muere, publicado por la editorial SUMMA, será presentado hoy martes 6 de abril a las 3 pm., en el marco de la Feria Itinerante del Libro, organizada por el programa LimaLee de la Municipalidad de Lima y por el Fondo de Cultura Económica. Será vía la plataforma digital de LimaLee. Comenta Harold Alva.
Aquí va el relato que da título al libro.
SIN
AMOR NO SE VIVE, CON AMOR SE MUERE
Lo han atropellado.
Se murmura de su olor, de
su pasado, con morbo, de la desgracia reciente, por curiosidad, de esa lengua
prominente que no ha dejado de sangrar, azul.
La descubren azul, cocida
de licor, lánguida, sin adiós que hubiera podido pronunciar mientras era
aplastado. Están rodeándolo, estirando los ojos a la escena de un atropello,
que va más allá de un accidente de tránsito. Fue la constante rueda de un
vehículo pueblerino que siempre lo arrolló.
El dibujante, cuerpo de
tronco seco, ancho, bamboleante, rudo, el vecino de mal aspecto, alocado
borrachín, borracho de amor, de pobreza y otros vicios, ahora es un cadáver
tapado con periódicos, que el viento quiere arrancar.
Lo tienen enfrente, chato
y perniabierto. Las llantas humean luego de silbar agudas, se invade la
atmósfera; el lugar del evento huele a chamuscado. Los pies descalzos dejan ver
garfios, cuchillas filudas en las puntas de los dedos desiguales, que encañonan
en todas direcciones, como pequeñas amenazas. Traen su propio hedor que se
confunde con el tufo conocido de sus borracheras, azules como el alba, que lo
cogían adormecido. Sus ropas mugrientas y desasidas, embarradas de aceite de
frenos vaciados, manchan la calzada.
Se llamaba, lo llamaron,
le decían: Octavio. Su nombre era un eco que deambulaba, que se dejaba escuchar
por todos lados y que todos querían y no querían apagar. Si lo nombraban era
para convocarlo, alcanzarle unas migajas o para reprenderlo: que se pusiera a
dibujar en lugar de estar cosiéndose el hígado con tanto aguardiente dulzón.
Era la burla de parte de los muchachos que lo querían de esa singular manera.
Su situación fue una
reiteración pública, conocida, curtida, sin dolencias de pobrecito; esta vez su
muerte les otorga cuentas claras a las estadísticas, más allá de toda metáfora.
No hay forma de evitar el adjetivo. Pobrecito dice una vieja, esta vez con
sinceridad, y es como se convierte en materia prima, en un fragmento
periodístico, en rumores y noticia, la que contendrá una portada
sensacionalista resaltando los ojos sin vida y el cráneo despellejado.
Antes, un año atrás, le
sucedió, le propinaron un golpe certero, duro, otro más, de consecuencias
fúnebres, sangrante, tanto como este acontecimiento finalísimo; fue peor. Se lo
provocó la muerte de María Octavia.
Aquella su noble avecilla
murió –era lo único que le alumbraba la razón–, y le restó los últimos motivos
de mantenerse en pie. Triplicó su alcoholismo y su producción plástica quedó
abandonaba en los parques, a merced de la curiosidad y la rapiña. La pequeña
mujer fue un idilio platónico que lo hacía pestañear diferente. Ajada, de cara
bonita, sin caderas, con hambre en los ojos, dientes amarillos y rostro pálido,
fue un amor imposible desde que fueron compañeros de aula en el colegio
público.
Entonces, la recua,
arremolinada, olfatea, habla del amor: sin amor no se vive, con amor se muere.
A Octavio se le achaca cobardía, por no mostrarse normal en los sentimientos.
Entre los comentarios, que rodean el cadáver, hay disidentes y defensores.
Interpretan, en abstracto o con pruebas al canto, un altísimo poder amatorio,
un fervor descargado en su proceso creativo, dibujando en las cartulinas el
rostro de su amada, con conceptos incognoscibles e inalcanzables, que aquella
mujer conoció. Recibía los dibujos como quien recibe flores, cada cierto
tiempo. También, se dice, que se marginó a sí mismo, paradójicamente, por
razones estéticas, por esa condición estigmatizante de los estereotipos, por
haber nacido exageradamente feo. Esto lo llevó a guardar en silencio, entre las
sombras, toda declaración de amor. Esa fealdad contrastaba con la pulcritud de
sus trazos perfectos al dibujar la anatomía humana de su avecilla. A
inventarla, corregirla.
Existían horas en que,
volcado en sus lienzos, era un hacedor de colores. Lograba combinaciones tan
naturales como las de aquellas escasas flores que los niños pellizcaban en el
parque. Se dejaba rodear por ellos sin ser interrumpido, al centro mismo, y
empezaba la pulseada. Esa perseverancia era el ejemplo que nadie le negaba. Lo
aplaudían, se enorgullecían, era alabado, un ejemplo de talento, un ciudadano
ilustre.
Siendo la pobreza un
látigo diario en los curiosos, señalan que él no merecía ser un tipo sin pan
sobre la mesa, debido a la valía de sus trabajos plásticos, que otros
comercializaban entre precios de baratijas y precios de escándalo.
Por esa atrocidad de andar
viviendo la vida, entre beber y dibujar, ninguna mujer estuvo dispuesta a
mayores carencias. María Octavia, mujer simple y pequeña, colombroño del
pintor, por instinto se refugió en otros brazos, aun enterada de que era su
musa y con ello una privilegiada. Esa forma de infidelidad no lo turbó, por el
contrario, Octavio espulgó creencias y divinidades y rezó, mucho, agradeciendo
a todos los cielos con absoluta sinceridad que su amada encontrara un refugio
en brazos confiables.
El cuerpo maltrecho
continúa secándose en el mediodía soleado que lo va hinchando, haciéndose
deseoso bocado para perros galgos que olfatean a lo lejos. El chofer se dio a
la fuga. Conforme pase el tiempo la pesquisa será una intención desvanecida y
sin otros propósitos de justicia que la habladuría, porque Octavio no tenía
familiar conocido a la vista que reclamara por él.
El olor era nauseabundo y
el cadáver impresentable. La horda se queja. Tanto tiempo sin fiscal y no saben
lo que tienen que hacer para lograr la llegada de uno. ¿De quién habrá sido la
culpa? El círculo busca indicios, el dolor da para deducciones, lo han venido
aprendiendo en la universidad de la vida: hallar culpables.
Lo que hacen es
mascaradas. Los tímidos mortales, en una solidaridad de formas y gestos
superfluos, en nombre de un pobre diablo famoso, quien desde su nacimiento
tenía trazado y firmado ese destino, deben agotar su curiosidad. Aunque las
razones internas en el círculo son otras. Lo que buscan predecir es quién será
el próximo atropellado, a qué muerte llamará esta; en el desfiladero, a quién
le llegará su hora con sus propios escándalos. La miseria ha de tener sus
preferidos.
Y habrá uno próximo,
necesariamente entre ellos. Fruncidos, con rabillos maliciosos y miedosos,
calculan, quién será. Es que cuando se ve una, se ven todas las muertes juntas,
en fila india, es una recordación inevitable. La parca no se detiene. Ha
venido, viene, vendrá en cada segundo, con sacones de luminoso polietileno,
infernal, con un bombo crepitante que causa temblores en los pechos tísicos.
La vida es cargable,
transitoria, caducable. Triste perra vida bruta. Piensan, se miran, tú, tú, yo
no, tú. Se señalan sin mostrarse los deseos. La superstición trae un viento
chato que levanta los periódicos que cubrían al muerto, y todos se ven tendidos
como él, ese cadáver no es ajeno, es uno de ellos.
Él debió ser el agente
provocador del accidente. Así llenarán un parte policial, con esa conclusión,
plausible, probable, dado los antecedentes y el olor a trago que aún sienten.
La masa y las autoridades convendrán. Se estaría borracho sin poder pararse y
se le cruzaría a la camioneta sin tiempo a que el chofer pueda evitarlo.
El chofer, sopesando el
costo del soborno, y las explicaciones que obligatoriamente tendría que dar en
caso de las investigaciones, prefirió la fuga, abandonó su vehículo viejo y con
ello ayudó a la policía a archivar papeles.
Era de aparecerse
borracho, como un fantasma, en los umbrales de las casas, con los ojos
hundidos, muerto de hambre. Otras en los restaurantes de la vecindad saltando
de mesa en mesa a lamer los platos y morder huesos mordidos. O en las cantinas
terminando a sorbo placentero lo último de las botellas o los vasos mezclados
de puchos. En el clímax del desahucio escarbaba en los basurales, mimetizado,
en una franca locura con la comunidad de gallinazos disputándose los espacios y
los mendrugos.
La principal aparición
sucedía en el centro de la plaza del pueblo, lo que era un evento juicioso y
celebrado. Con una mediana sobriedad, sentado, aunque bamboleante en una de las
bancas, rodeado de lápices carboncillo que le iban regalando a premura, antes
de que se le pasase el efecto de la ecuanimidad, se ponía a dibujar. Dibujando,
dibujando, dibujándola. Si le alcanzaban témperas o acuarelas trazaba bellos
paisajes. Rodeado de postres, fruta fresca y pan, que la recua infatigable
financiaba en pos de su artista.
Debe de ser que se arrojó
él mismo, suicidándose, ya se lo notaba cansado, dice resignada la misma vieja.
¿Y ahora quién se
encargará de enterrarlo?
Ninguno de ellos se hará
cargo, apenas abonarán algunas monedas. Los vecinos tienen sus propias miserias.
Lo poco siempre será mucho o suficiente; bastará con una colecta. Será el
Secretario General del pueblo quien asumirá el rol de dirigir los funerales,
que empezarán con el velatorio en el local social.
A una muchacha que lleva
un teléfono celular, espantada como curiosa, se le ocurre la conmemoración
virtual: una fotografía con el aparato ese, para darle una perspectiva moderna
a la tragedia. Y, cómo no, ingeniosa ella, se toma un selfie, con su rostro
apagado, fijando la tristeza y su calidad de testigo presencial. Postea que la
muerte es como un selfie, una aerofotografía que ya no necesita impresión, ni
revelado. Basta que navegue virtual, y los cibernéticos sabrán que alguien
existió y, quienes lo conocen y tienen acceso a las redes, lo recordarán mejor,
sin llenarse las narices de putrefacción. Está insoportable el olor. Colocará
alguna frase ingeniosa, y seguidamente link,
me gusta, carita triste, los
muchachos se acoplarán.
Dios sabe lo que hace, y
si no sabe aprende, experimenta, se jamonea, tira los dados, los eternos dados,
alguien ironiza y confronta al omnipresente. Uyuyuyuy, eso fue en voz alta.
Cómo llevárselo de esta manera tan salvaje, el salvaje al salvaje, luego de
tenerlo en vida así. Llegan al grupo tres evangélicos, renegados, renegando,
menos de Dios, que arde o arderá frente a tamaña injusticia con el pobre
hombre. Dios no existe, el verbilocuaz continúa, quiere que escuchen, de
existir Dios fue él quien lo atropelló, provoca, porque nada tiene sentido,
canta frente a las plañideras de los diezmos. Ronronea la vieja filósofa,
frunciendo por la falta de respeto a las creencias, advirtiendo la blasfemia,
pero lo hace calladita, con cruces invisibles hacia su pecho.
Quizá deberían, los
curiosos, empezar ya mismo una colecta. Había sido un vecino al que
contribuyeron con su alcoholismo y era una obligación comunal darle sepultura
al indigno famoso. No era momento de hacer comentarios como ese, reprochó la
muchacha, y click nuevamente. Guardan silencio. La sangre no llegará al río por
un mínimo de respeto. Todavía tenían al atropellado frente a ellos.
Pasan los minutos y el
drama viene con sorpresas. Se trata de otro aparecido. Es un felino maltrecho y
huesudo, perteneciente a los abandonados, ambulante y podrido como la víctima,
ebrio y flaco ante el cadáver, sobre el que da un brinco cayendo de rodillas,
borrachísimo de tristeza como estuvo aquel. Es don Isaac, su yunta, su pata del
alma, la otra mitad de su hígado podrido. Invade el cuerpo decapitado, llora,
mete los dedos en los coágulos, se coge el rostro, se embadurna, llora, lo
abraza, no se repugna ni se asquea. Los otros sí. Saquen a ese loco.
¡Hermano!, ¡hermanito!,
¡desgraciados!, ¿quién fue? Y el círculo cambia de muerto. Un ratito, apuntan
la curiosidad hacia ese otro borrachín. Parece que tuviera corazón. Desahuciado
hasta de penas, don Isaac será el único que lo extrañará. Sí, se despejan las
dudas, tiene corazón de amigo.
Pero Octavio, el
especialista del lápiz carboncillo, el esteta de los pinceles, será recordado
por muchas generaciones como un artista marginal al servicio de un numen
unívoco: María Octavia. La dibujó desde las épocas del colegio. Al principio,
sin que ella se diera cuenta. Algunos compañeros de promoción creen que ella sí
estaba al tanto. Se hacía la que no, es otra cosa. Casos raros, cosas raras, de
cuando el amor nace muerto también.
Encerrado en los cuarteles
de su cobardía y de los vicios, los años se le pasaron sin declararle su amor a
María Octavia.
De nacimiento, Octavio
tenía –y él lo ostentaba– seis dedos en cada una de las cuatro extremidades. Su
polidactilia fue herencia genética que hizo famosa a su familia, quienes
rodaron por el mundo circense nómade. Dejaron a Octavio en un pueblo de
curiosidades y pobrezas.
Él no le sacó provecho a
su morfología sino para su arte, cuando cogía lápices y pinceles con una
habilidad de circo, haciendo ver maromas entre los dedos supernumerarios.
Nacido sin carácter social
y con una fealdad exagerada –que se le fue acentuando por la dipsomanía–, nunca
pudo divulgar ni exponer personalmente su trabajo en la pléyade de eruditos y
artistas reconocidos. Sus dibujos adornaban las paredes de la sala municipal
del distrito. Se transferían y se exhibían como anónimos en muchas exposiciones
pictóricas a nivel nacional.
Desde los trece años, su
cuerpo, grueso y achatado a los polos, fungía de un tractor capaz de arrasar en
las peleas de cachascán. Fue representante en el deporte de lucha greco romana.
Salió campeón de luchas y de los feos. Esas habilidades distrajeron toda
estigmatización durante su adolescencia en el colegio. Una vez egresado, y sin
fiesta de promoción, la curiosidad terminó cansando. Octavio tuvo que ponerse a
salvo y empezar a ganarse la sobrevivencia. Producida la invasión del pueblo
joven, como a la gran mayoría, también se le adjudicó un lote.
Así apareció en la plaza
pública con la fama de pintor y dibujante.
A María Octavia le conocía
de memoria sus ánimos, los gestos, sea de frente o de perfil. Le ponía lo que
le faltaba, le sacaba lo que le sobraba, sin que migrara la autenticidad
mestiza e indígena de su amada. Cada trazo era exacto, definido, con
tonalidades y perspectivas que hacían respirar distinto a la mujercita.
Qué huevón para no
declararse. Y la hembrita, no era insuperable, puntualizan, no sin grosería en
el círculo. Cada roto tiene su descosido, ella tuvo que poner de su parte; esta
vez el vuelto le toca a la anterior difunta. Otro pone el parche: ella esperaba
que lo hiciera él, son las costumbres, cuándo se ha visto que una hembrita se
declare a un macho.
María Octavia, a pesar de
que se arrimó a otro misio para hacer llevaderas sus penurias domésticas, no
pudo evitar a la pelona. Con menos de treinta años, a la modelo de sus cuadros,
avecilla dulce, le diagnosticaron cáncer de colon, cáncer de senos, cáncer de
hígado.
Él fue parte del círculo
de curiosos, aunque no físicamente. Se fue enterando del mal estado de salud
entre rumores o a través de la vileza de los muchachitos que le enrostraban su
pronta viudez. Se quedaría sin modelo.
La mujer de su vida estuvo
aplastada por las llantas invisibles de un vehículo más pesado que toda obra
humana, el de la selección natural. No existe otra explicación. Un dios no
podía ensañarse con un ser tan humilde, inofensiva, honrada y sin vicios. Dios
no existe, no puede existir un monstruo divino de tales dimensiones. No puede
existir uno con tamaña morbosidad a quien a su vez se le pueda atribuir
virtudes y milagros. No había otra explicación, discuten en el círculo, se
imponía el ateo, señalando a la piltrafa de don Isaac, quien lloraba a gritos,
desconsoladamente.
Octavio, ya con la mala
noticia confirmada, tomó una decisión: tenía que verla y despedirse. Debía
decirle algo. Capaz declarar que la amaba, que la amó, que los feos también
aman. Cascabelearon sus razonamientos. Lo que sí estaba seguro de decirle era
sobre el alma que contenían sus dibujos, que no dejaba de hacerlo, de sano o de
borracho, que no dejaría de hacerlo, aun después de lo que el diablo disponga
en voluntad y su suerte sin ella.
Cuando acababa un retrato
se sentía correspondido, le conversaba a la imagen, la tocaba, la colgaba cerca
de él, se sentía acompañado. Eso sí le diría. Tenía que ir a su encuentro tal
cual los vecinos empezaron a desfilar en franca solidaridad. Él era uno, tenía
ese deber, si es que por amor no bastaba.
No dudó que lo recibirían.
Tenía que trabajar en su aspecto. Eso significaba acudir con trapos viejos pero
limpios, mantener cierta sobriedad en la cabeza, lo más cerca a estar libre de
alcohol.
Desde que a María Octavia
y a su conviviente les adjudicaron un lote, estos empezaron a construir con
maderas, calaminas y barro, ambientes precarios donde podían pernoctar y
soportar las heladas, los vientos, evitar los pinchazos de los cactus y no
enceguecerse con el polvo.
Levantaron un pozo,
construido de sillares y estucado, para almacenar agua, que empezaron a comprar
a los aguateros. Escarbaron silos para las necesidades fisiológicas y se
proveían de abundante cal, que ayudara a la descomposición y a menguar los
malos olores. El terreno de estos quedaba colgado en el precipicio de la
quebrada invadida, una de las muchas grietas de las faldas del Chachani. Hasta
ese lugar, él tuvo por costumbre ir a dejarle bajo la puerta las cartulinas a
carboncillo con los retratos. Imágenes con conceptos que tenían la constancia
de poner y sacar detalles perversos de la realidad.
El marido de María
Octavia, un migrante puneño, obrero de hilanderías, enterado de la fama del
pintor y del rumor de un amor cierto pero imposible en los hechos, nunca tuvo
el valor de romper los dibujos ni moler a palos al artista. Cuando encontraba
uno, le soplaba la tierra, le daba el cuidado respectivo y apreciaba el buen
gusto, además de adentrarse con mayor cariño a su mujer retratada a la perfección.
La existencia de aquel hombre le generaba confusión en sus apreciaciones, entre
lástima y reconocimiento por su talento, que en ningún caso superaba el acierto
de verlo maloliente, borracho, feo, ocioso y pordiosero. Un hombre así no
estaría en capacidad de ejercer sus sentimientos, así los tuviera para su
mujer, pensaba.
María Octavia lo
tranquilizaba cuando las obras llegaban de las manos del marido a su camastro.
Recostada, le disipaba los celos presentes o póstumos. Le hizo prometer que
conservaría los trabajos. Es como fueron adornando las tabiquerías de la morada
y resultaron consumistas del arte ajeno. Tomó la costumbre de enmarcarlos y
ponerles vidrío sembrando la esperanza de que algún día tuvieran algún valor.
Es como la obra de un amor
platónico traspasó ese hogar sin heridos, pero esta vez con muertos por razones
de salud. Ello le daba a Octavio la seguridad de que tendría la oportunidad de
despedirse. Dejó de tomar por unos días para despejar la borrachera. Se mantuvo
firme a voluntad propia, sabiendo soportar los cólicos y tembladeras que le
provocaron hacerlo. No detuvo un sorbo diario desde los dieciocho años de edad.
Lo que recorría su cuerpo era más alcohol que sangre. Logró vestirse al corte y
medida con las ropas recicladas que don Isaac le compró, a rebajas, en el
Baratillo de Mariano Melgar.
En la invasión, la
desahuciada era una mujer querida, colaboradora, por lo que la pena compartida
era genuina y previsible. El chismorreo del instante final ya era un ventarrón
que esperaba lápida. La pobre se moría. Le habían dado de alta en el hospital
público. Un responso diario se confundía con sus balbuceos.
Los cuervos curiosos
aleteaban su muerte haciendo un círculo.
A veces, evidenciada por
sus delirios, reclamaba la visita del dibujante. La mujercita hizo una junta
familiar y mandó a buscar al pintor.
¿Qué sintió la pequeña
Octavia por su conviviente? En el círculo, mientras los peritos y policías iban
subiendo el cuerpo del artista a la camioneta de la fiscalía, fue lo que el ateo
se preguntó. La angustia por falta de un desenlace es lo único a lo que la
muerte le teme. Se producen las resurrecciones más notables que la naturaleza
puede provocar.
Una cosa era escuchar la
voluntad de una moribunda y otra acatarla. Padre e hijos no hicieron nada por
buscarlo, pero el mensaje salió en los ventarrones del día que trajeron al
mismísimo Octavio al umbral de la casa en pleno semiduelo.
Fuera de aquí, borracho,
los hijos de ella. Fuera de aquí, el marido. Solo unas palabritas, rogó. No estaba
borracho, rogó. Esta vez no lo estaba; estaba limpio y sano. Así de dispuesto
llegó Octavio a esa quebrada, dando la cara, entre cactus desesperados de
lluvia. Rogó ser recibido. Quería decirle unas palabritas, rogó, rogó y rogó. Y
los ruegos se dejaron escuchar. María Octavia, desde su cuarto, sacando una voz
de ultratumba, que pase, que entre, es mi voluntad. Y así estuvieron frente a
frente los cuerpecillos que nunca se juntaron.
Octavio lloraría por
primera vez delante de ella, sin culparla de su alcoholismo.
Lloró. No llores. Él lo
intentaba, se apoyaba en los dibujos que le llevó. ¿Sabes lo que significan?,
le preguntó. Ella respondió, ya qué importa, sé que no te detendrás: ni del
aguardiente ni de dibujar. Aun así, lo esperaba, quería tenerlo frente a
frente, le dijo sofocada, diminuta, delgada, agonizante, el cuerpo chiquito, un
guiñapo que sacaba una voz pálida para Octavio.
Él se mantuvo correcto,
con la esperanza de que surgiera un hecho que lo colmara o que la salvara a
ella de su calvario. El amor debería tener finales felices. Es como ejercía su
arte, con el optimismo que otorga la belleza y las posibilidades poéticas del
resultado. Debería surgir un no sé qué. ¿Cómo expresarse ahora sin dibujarla?
Arrimados asomaban las figuras de dos cadáveres, frente a frente, hueso a
hueso, en persona, luego de quince largos años.
Yo nunca supe decir nada,
solo dibujar, explicaba. Y ahora llorar. Ella con una acritud desconocida, se
mofó. Eso es lo que significaban esos ademanes temblorosos tras los párpados de
María Octavia, tras los labios delgados y secos, que querían gritar. Lo miró de
arriba abajo, pobre diablo, barriéndolo, intentando resaltar su fealdad y su
miseria. Qué feo corazón te pusieron en el pecho, dibujante miserable, señor de
los mil dedos, llegó a decirle, pujando. Él se disculpaba, sí, lloraba, se le
salían las lágrimas sin querer.
Quisiera que te sanaras,
fue a decirle, interrumpiéndola, sin sentirse aludido, resucitador, creador,
omnisciente. Me voy a morir dentro de poco, no hay tiempo ya, le contradijo
acertadamente la moribunda, y lo culpó, lo señaló. Le puso una cruz dentro de
las decenas que cargaba. Borrachito gracioso, tu falso amor es el verdadero
cáncer. Los males que padezco son producto de tu cobardía, ¿qué te costó amarme?
Ladeó sus hombros hacia la pared dándole la espalda, quebrada y azotada por el
desahogo. Empezó a escupir sangre, regurgitando espumas y babas. Se moría, en
su presencia se moría.
Ante la convulsión lo
retrocedieron, lo jalonearon, dejaron que cayeran los dibujos al suelo,
mientras lo arrastraban a la pendiente de la calle. Eran los hijos y el
conviviente de María Octavia, quienes tuvieron razones para odiarlo.
En un horizonte partido como la quebrada, le tiraron una botella de aguardiente adulterado, que fue rodando, sin romperse, rebotando. Velozmente, galgo furibundo, muerto se sed y de amor, Octavio, observado en un círculo como el que ahora también lo rodea, corrió tras la botella. Octavio necesitaba un sorbo de licor para seguir muriendo junto a ella. Un sorbo que continuara raspando la garganta con un dolor insuperable aún después de muerto.