"El Dipsómano" de Carlos Rengifo

 


El escritor José Antonio Bravo en una conferencia sobre la vida y obra de su maestro y amigo el poeta Martín Adán contó que el fallecido autor de "Poemas a Chopin" se volvió dipsómano cuando estuvo de joven en Arequipa; utilizó aquella elegante y culta palabra seguramente por el respeto que le tenía, porque podría haber dicho “se volvió alcohólico” o “se hizo borracho”, tantos sinónimos. Y empiezo esta breve lectura a la novela El dipsómano de Carlos Rengifo, porque es una historia que nos embriaga, ya desde el título, y aun cuando está sobriamente contada, narrada con mesura, escrita con pulcritud, con un lenguaje elegante y de un tono moderado. El volcánico desborde verbal y sentimental que uno imaginaría de la semántica del título, seguramente como una novela beatnik o de realismo sucio, se hace de lado para dar paso a la memoria ordenada, a la puesta en orden del caótico pasado del protagonista, y a la reflexión constante que hace sobre ello. Es un esfuerzo de lucidez que hace el dipsómano en sus últimas horas de vida, ante las atenciones y cuidados de su esposa Cayetana y su hija llamada Mar.

Carlos Rengifo nos narra, más que como una novela juvenil o de aprendizaje, el fatum, el destino trágico, la fatalidad que espera a su personaje, que creo es ficcional, y sospecho con ciertas dosis autobiográficas. El dipsómano ha decidido, de muy joven, dedicarse a ser poeta y a la vez ser un buen bebedor. Influenciado por sus héroes literarios como Charles Baudelaire, Oscar Wilde, Malcolm Lowry o Anne Sexton, por esa antigua tradición que fusiona el arte de la palabra con el arte de alcoholizarse, el narrador nos presenta a un joven limeño de la generación del 90 que se va preguntando cómo, por qué; es decir, va respondiendo a sus fantasmas o demonios cómo llegó a ser un dipsómano, y aunque el porqué no lo llega a tener claro, lo que es incuestionable es para qué cultiva la ebriedad constante. Sueña con ser un gran poeta, y el alcohol es la gasolina que hará mover el motor del vehículo que lo llevará a la consagración. 

La novela, en una mezcla de ficción, crónica y documental, por otro lado rompe o mata, contradictoriamente, esos mitos; la legendaria era épica de los grandes poetas ebrios como Rimbaud o Dylan Thomas se acabó en esos años finales del milenio pasado. La hecatombe de la visión romántica del oficio de poeta se ve contada aquí, en esta ciudad gris, con la mirada tecnologizada y pragmática del siglo XXI. El contexto es un cambio de época que acaba con el último destello del aura del poeta maldito, destello que el protagonista se da cuenta desde el comienzo que es compartido por muchos jóvenes como él, aspirantes a ser inmortalizados con el rotulo áureo de ser “el último poeta maldito”. 

De ahí su desencanto, su duda, su ironía, la parodia que hace de sus amigos y compañeros de bohemia y escritura. El dipsómano o antihéroe se cuestiona constantemente, pero sin llegar a la renuncia. Para él, el beber no es un problema moral, solo es algo que perjudica un poco sus relaciones amorosas o sus horarios de trabajo. Lo que más le importa es vivir con intensidad, ser un buen poeta y un buen borracho. El ser dipsómano, en todo caso, es un problema estético. Por eso se da cuenta que el medio limeño o peruano no es coadyuvante. No lo dice directamente, pero se encarga de narrarnos los destinos trágicos o irrisorios de sus amigos y de los poetas mayores.

Sus amigos son Valentino, Manuel y Mario, principalmente, y ellos van acompañándolo para hilvanar la historia en su derrotero zigzagueante, combinando genialmente la pluma con las botellas, que nos hace recordar a "Las botellas y los hombres" o a "Los geniecillos dominicales" de Julio Ramón Ribeyro, y más a "Solo para fumadores" por esa angustia solitaria que nace en el escritor por su adicción al cigarrillo, por esa obsesión de querer plasmar lo imposible aun a costa de ambular al borde del abismo. 

La similitud entre el alcohol y la literatura, se da principalmente porque conducen a ese estado no real o suprarreal, en donde la imaginación se hace acción que interfiere en la realidad; es ese no-lugar desde donde se escribe, y también desde donde se lee; es ese sueño real de felicidad a donde nos llevan el alcohol y la escritura frente a la “estandarización” de la vida monótona como decía Bukowski. La novela trata de eso, de las lecciones alegres y muchas veces difíciles de aprender a escribir y aprender a beber licor, y que en el fondo es querer habitar, es querer conquistar ese territorio no físico sino emocional, atemporal, sublime, estético y  existencial, en donde se ha destilado toda la cruda realidad, incluso con los sueños perdidos. El dipsómano es una novela que se asemeja a un breve testamento que abarca el nacimiento, la pasión y la muerte de la generación poética o literaria del 90, y esto lo digo con algo de sarcasmo, aunque no es del toda esperpéntica esta idea, pues como ya dije, esos años de fin de milenio son de puente, de tránsito, de cambio; por ejemplo, el término generación ya no calzaba como antes con la comunión política partidaria o con estéticas colectivas que agrupaban a los poetas jóvenes. Era el tiempo de lo que se llamó, en palabras de Francis Fukuyama: “el fin de la historia”. Y esto es lo que está simbolizado con el cuerpo acabado del dipsómano en el lecho del hospital.

La autoironía del dipsómano, el humor en las anécdotas que cuenta, la parodia de personajes reales, los dramas de los escritores de la era mítica de la literatura, el inventario de los bares de Lima, desestabilizan un discurso que pudo ser un relato objetivo, o de aparente objetividad. Y es que, en ese esfuerzo final de lucidez del protagonista, lo que se debate, también, es la lucha por el imperio de lo real. El dipsómano al final no deja de ser Don Quijote, aunque vuelva a ser Alonso Quijano. La realidad pierde su poder, su dominio. Y el dipsómano sabe que su vida, así como la de varios compañeros de ruta que se fueron antes, fue una manera honesta de conquistar la felicidad sin importar si la merecía o no; puesto que es así también como se conquista a la poesía, con arrojo, con júbilo, con el riesgo de publicar un libro, que si será un éxito o no; escribir es una aventura que nos arrebata, y leer es participar de esa vorágine que nos embriaga.


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