Un Relato de “Todas las Estrellas del Cielo están Muertas” de Bryan Barona

 


On the Road


Sobre el rostro pálido de la luna delantera de una miniván, una nata de garúa —como fiebre fría— se ha impregnado de punto a punto. Pequeñísimos son los gránulos de agua, un virus plomizo pero transparente en conjunto que tiembla sobre la frente pálida y también dura de esta luna delantera de miniván, discurre el mal endémico de la fiebre fría, gotita a gotita, a los segundos o siglos de terminar de temblar y caer gotón a gotón (así alternado el ridículo asunto de helarnos interiormente), por los pómulos pálidos y duros hasta dar con la boca todavía más pálida y dura aunque todavía más inexistente. Plaf, plaf. No se sorbe nada; no se ha sentido nada al surcarle, de arribabajo, a través de la medianoche de la carretera en movimiento: la nata de garúa desplazándose, ondulante y casi desdeñosa, desde jirón Huánuco hasta Puente Nuevo alrededor de las doce y cuarenta y ocho de la madrugada y sus milésimas en punto. El pálido rostro de la luna delantera de esta miniván, en circunstancias como la dicha, es el tiernísimo horror de todos los hombres que detrás de todas las lunas del mundo (la de otras miniván durante horas similares, la de nuestras habitaciones o rincones sombríos, la de nuestros aparatos telefónicos) cohabitamos: un rostro cuadrangular e inamovible, sumamente lloroso como una falsa expectativa o esperanza, frente a nosotros e incapaz de preservarse del frío sistemático, de la exposición a un peculiar abatimiento gélido, y que se deja llevar por un fluctuante movimiento mecánico de Dios o de la inercia o de lo incontestable por el infinito tras el infinito. La luna delantera de esta miniván padece, en síntesis, de la epidemia de Lima: un diagnóstico inclasificable de invierno duradero, perpetuo a más señas e incurable en quienes vivimos o supervivimos Ciudad-de-Lima. Por eso la palidez de su rostro; por eso, además, el tono pálido, frío y duro de nuestras palabras. Y ya entramos de Puente Nuevo a San Juan de Lurigancho —como nata de garúa sobre algún papel cualquiera arrancado de un bloc de notas, de mensajes náufragos cuales fueran— y el chofer acciona los bracitos largos y negros del parabrisas: han borroneado todas nuestras posibilidades.

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