Derek Walcott


 

César Vallejo y Derek Walcott

 

Apolo, 29 de enero, 2004

 

 "Y quizás, maestro, muy temprano percibiste

lo que significa la hermandad en una prole de esclavos
pugnando por un viaje de retorno a media travesía,
escupiendo a sus propios poetas,
prefiriendo alcohólicos a sus pintores,
para su solemne catálogo de suicidas,
mientras más me acercaba a tu soledad, César Vallejo,
y a tus jueves de aguaceros."

 

Estos versos pertenecen al libro Another Life (1973) de Derek Walcott, poeta de las Antillas de Barlovento, premio Nobel en 1992. Yo leí con admiración este poema dedicado a nuestro vate de Santiago de Chuco junto con otros del Nobel, de quien había leído poco anteriormente, que salieron publicados en la revista Hueso Húmero # 30 (1994). Lo poco que había leído de Walcott con anterioridad fueron los poemas y la entrevista que salieron por entregas en el diario La República en 1992 a raíz de su premio. Fue en 1997 que salió publicado un artículo del poeta Washington Delgado, en el Dominical del diario El Comercio; “El Nobel para Santa Lucía” se titulaba, y fue este texto tan sencillo y hondo (como el poema de Walcott que allí se analizaba) del autor de Muerte de Artidoro lo que despertó definitivamente toda mi atención para la deslumbrante poesía del antillano (en el año 2000 tuve la ocasión de hacérselo saber en persona al apreciado maestro y poeta, quien fue mi profesor en la Universidad católica). El poema que trataba Washington era La luz del mundo, perteneciente al libro The Arkansas Testament (1987). Lo que pude leer a continuación, un par de años después, fue Odiseos (por fin un libro entero) que me prestó un amigo, el poeta José Pancorvo. Fue acabando el milenio pasado que recién pude acceder a casi todo de Walcott, en la biblioteca de la Universidad de El Paso, Texas. Y no hace mucho _ y después de tiempo nuevamente dedicado a alimentar mi biblioteca _ pude conseguir el libro en el que está el poema que, a apenas conociéndolo en fragmentos, me había cautivado con tal fuerza como contados poemas lo pueden lograr.

Quien tiene esa capacidad de cautivarme con una obra completa es Vallejo. Tal vez el poema que más me gusta de él es uno que pertenece al conjunto que póstumamente titularon Poemas Humanos. Es el que inicia con "Me viene, hay días, una gana ubérrima, política...", un texto construido a partir de reiteraciones, enumeraciones y yuxtaposiciones de contrarios que expresan esa "gana ubérrima". El poema es muy conocido y ha sido estudiado reiteradas veces. El sentimiento de solidaridad, como lo afirma James Higgins, hace que Vallejo quiera "amar a todos los hombres, quieran o no. El suyo es un amor que abarca a todos _ los pobres, los débiles, los malos, hasta sus enemigos." Y más adelante: "Es el amor de un solo hombre pero abarca a toda la humanidad. Es parroquial en cuanto Vallejo ve el mundo como una sola comunidad grande en la que todos los hombres son sus vecinos. Es un amor que ignora las barreras de la moralidad."

El subconsciente debe ser un catálogo de imágenes que cargan conceptos, sentimientos; de olores que arrastran escenas, que guardan vida atravesando la última puerta de la memoria. A mí me pasa con frecuencia, que una canción nueva me llama la atención porque me remite a otra canción clásica, un fragmento por lo menos, o a veces una atmósfera tan solo. Y ocurre, además, que al recordar aquella canción clásica traiga al presente imágenes o escenas de mi pasado ligadas a esa música. Habiendo pasado el tiempo y olvidado el poema de Walcott dedicado a Vallejo, eso me pasó con el poema del Nobel, algo me hacía entrelazar estos dos poemas, La luz del Mundo y "Me vienen hay días..."

En palabras de Washington Delgado el poema de Walcott "desarrolla una anécdota banal: el viaje en autobús interurbano". El poeta está en aquel autobús camino al hotel donde se hospedará, pero el viaje resulta ser más que un simple tránsito interurbano: es el reencuentro con sus raíces, con su pueblo, y en ese estado de intensa comunión con el resto de pasajeros, gente humilde y al parecer en su mayoría de raza negra, trae a su especie de monólogo interior una serie de personajes femeninos, tanto los que están presentes (la muchacha negra con la que sueña que sea su mujer) como los del recuerdo (su madre). "Los temas y motivos poéticos en este libro de Walcott, decía Washington, son variadísimos: el amor, la soledad, los recuerdos, los paisajes y gentes de su tierra con sus problemas individuales y sociales, la antigüedad grecolatina, la Edad Media sajona, la cultura clásica francesa, la guerra de Secesión norteamericana, el racismo, la libertad." Casi todos esos temas están presentes en este poema efectivamente. Pero a lo que quiero acercarme en este texto es al amor que llega a sentir el poeta.

 

"Y yo les había abandonado, lo supe allí,
sentado en el autobús, en la media luz tranquila como el
mar,
con hombres inclinados sobre canoas, y las luces naranjas
de la punta de Vigie, negras barcas en el agua
yo, que nunca pude dar consistencia a mi sombra
para convertirlas en una de sus sombras, les había dejado su
tierra,
sus peleas de ron blanco y sus sacos de carbón,
su odio a los capataces, a toda autoridad.
Me sentía profundamente enamorado de la mujer junto a
La ventana."

 

La conciencia de su abandono (de su tierra, su raza, su lengua: el autoexilio), a raíz del maravilloso pasaje de la anciana con sombrero que sube al autobús, antecede al de su enamoramiento con la muchacha: "Quería marcharme a casa con ella aquella noche. / Quería que ella tuviera la llave de nuestra cabaña/ junto a la playa en Gros-Ilet; quería..." Y al final de la estrofa: "y decirle en silencio/ que su cabello era como el bosque de una colina en la/ noche,/ que un goteo de ríos recorría sus axilas,/ que le compraría Benin si así lo deseaba,/ y que jamás la dejaría en la tierra. Y decírselo también a los/ otros." Pero luego ese amor se extiende a todos: "Porque me embargaba un gran amor capaz de hacerme/ romper en llanto,/ y una pena que irritaba mis ojos como una ortiga,/temía ponerme a sollozar de repente/ en el transporte público con Marley sonando (...) Yo quería que el autobús/ siguiera su camino para siempre, que nadie se bajara/ y dijera buenas noches a la luz de los faros (...) quería que la belleza de ella/ penetrara en la calidez de la acogedora madera". Pero el autobús se detuvo y él había llegado a su destino, el Hotel Halcyon: "Me bajé del autobús sin decir buenas noches. / Ese buenas noches estaría lleno de amor inexpresable. / Siguieron adelante en su autobús, me dejaron en la tierra."

Ese "amor inexpresable", que le hace desear, que le hace "querer", es el que me conecta con Vallejo: "Me viene, hay días una gana ubérrima, política,/ de querer, de besar al cariño en sus dos rostros,/ y me viene de lejos un querer/ demostrativo, otro querer amar, de grado o fuerza,/ al que me odia, al que rasga su papel, al muchachito,/ a la que llora por el que lloraba, al rey del vino, al esclavo del agua,/ al que ocultóse en su ira,/ al que suda, al que pasa, al que sacude su persona en/ mi alma..." Lo que Vallejo dice de manera general y de modo directo y breve, Walcott lo dice partiendo de una anécdota, con un relato poético lleno de mixturas. Pueden encontrase similitudes en ambos poetas, que son originarios de tierras del tercer mundo, países periféricos, con conciencia de su mestizaje racial y cultural, que han vivido el autoexilio, pero este "amor inexpresable" expresado magistralmente por ambos es lo que los hace universal y portadores de, en palabras de Washington al referirse al antillano, "una luz radiante, un firme faro de humanidad y belleza en el mundo contemporáneo".

La penúltima estrofa del poema de Vallejo dice: "Ah, querer, éste, el mío, éste, el mundial,/ interhumano y parroquial, provecto!/ Me viene a pelo,/ desde el cimiento, desde la ingle pública,/ y, viniendo de lejos, da ganas de besarle/ la bufanda al cantor,/ y al que sufre, besarle en su sartén,/ al sordo, en su rumor craneano, impávido;/ al que me da lo que olvidé en mi seno,/ en su Dante, en su Chaplin en sus hombros." Esta parte la analiza Leopoldo Chiappo en su Estudios de la Comedia. Estudios Dantianos; acerca del significado de "Dante" en el poema de Vallejo nos dice: "Ya Boccaccio había observado que Dante, hipocorístico con el cual se ha inmortalizado Durante Alighieri, quiere decir "el que da", es decir, se trata (tanto en italiano como en castellano) del participio activo del verbo 'dar' (...) Vallejo, con intuición poética, rescata la significación del nombre propio del poeta Dante, insuflándole el sentido dinámico de verbo activo participial 'dante', 'quien da', 'dador', el que 'siempre está dando', donador, fuente incesante." Luego Chiappo señala algo más: "Recordemos las palabras citadas del poema: quien es besado en su sartén es alguien que sufre (...) quien es besado en su Dante, es decir, en su ser noblemente donante, es quien me da, no cualquier cosa, secundaria, superflua o accidental, sino nada menos lo que es lo más importante, que es la donación de aquel quien 'me da lo que olvidé en mi seno' (...) en lo más profundo de mi mismo, en mi propio ser, en mi penetral..." Entonces vamos entendiendo que "Dante" es el donante del propio ser, pero, siguiendo a Chiappo: "del poeta Dante entendido como quien puede darnos lo que habíamos olvidado, lo que estaba cancelado, perdido, no en cualquier parte, pues no se trata de nada adjetivo o adventicio, sino en lo más profundo de nuestro propio ser y que es nuestro ser propio." Y más adelante, como si se tratara del análisis del poema de Walcott: "Dante es la grandeza que está en cada hombre, es el exiliado, el sufriente, el amante que llevamos dentro con la capacidad de despertar en nuestros hermanos hombres humanos lo que habían olvidado en su seno, es decir, la posibilidad de vivir desde sí mismos, desalienados. El que me ama es mi Dante, el que me despierta lo que me había olvidado en mi seno, me hace vivir y ya no desvivo más. Me dona la única, la verdadera donación."

Ahora veamos cómo acaba el poema de Walcott. Nos habíamos quedado que con tristeza había tenido que bajar del autobús, pues había llegado a su paradero: "Entonces, un poco más allá, el vehículo se detuvo. Un/ hombre/ gritó mi nombre desde la ventanilla./ Caminé hasta él. Me tendió algo./ Se me había caído del bolsillo una cajetilla de cigarrillos./ Me la devolvió. Me di la vuelta para ocultar mis lágrimas./ No deseaban nada, nada había que yo pudiera darles/ salvo esta cosa que he llamado 'La Luz del Mundo'". El poeta sufre al no poder darles inmediatamente aquello que todos los pasajeros del autobús le habían dado y sin saberlo, que sería, recogiendo el análisis de Chiappo, aquello que guarda la palabra Dante. Si bien este poema no termina con un final feliz _ aunque el haberles dado finalmente este poema "La Luz...", su ser propio, invierte paradójicamente este aparente final triste _, el de Vallejo tampoco acaba bien. También paradójicamente nos dice, y no sin menos emoción: "Quiero, para terminar,/ cuando estoy al borde célebre de la violencia/ o lleno de pecho el corazón, querría/ ayudar a reír al que sonríe, ponerle un pajarillo al malvado en plena nuca,/ cuidar a los enfermos enfadándolos,/ ayudarle a matar al matador - cosa terrible -/ y quisiera yo ser bueno conmigo/ en todo."

Para nada aquí quiero sugerir que Walcott se ha basado en el poema de Vallejo para escribir su poema. El alma es universal así como la estructura humana, y cuando la emoción nos desborda simplemente utiliza formas poéticas para comunicar lo inexpresable. La cualidad más importante del artista es justamente recoger aquellos elementos que están, digamos, en el aire (en el sentido de ser percibidos de alguna manera por todos), y saberlos plasmar. En fin.

 

César Vallejo

 

Me viene, hay días...

 

Me viene, hay días, una gana ubérrima, política,
de querer, de besar al cariño en sus dos rostros,
y me viene de lejos un querer
demostrativo, otro querer amar, de grado o fuerza,
al que me odia, al que rasga su papel, al muchachito,
a la que llora por el que lloraba,
al rey del vino, al esclavo del agua,
al que ocultóse en su ira,
al que suda, al que pasa, al que sacude su persona
en mi alma.
Y quiero, por lo tanto, acomodarle
al que me habla, su trenza; sus cabellos, al soldado;
su luz, al grande; su grandeza, al chico.
Quiero planchar directamente
un pañuelo al que no puede llorar
y, cuando estoy triste o me duele la dicha,
remendar a los niños y a los genios.

Quiero ayudar al bueno a ser su poquillo de malo
y me urge estar sentado
a la diestra del zurdo, y responder al mudo,
tratando de serle útil en
lo que puedo, y también quiero muchísimo
lavarle al cojo el pie,
y ayudarle a dormir al tuerto próximo.

Ah querer éste, el mío, éste, el mundial,
interhumano y parroquial, provecto!
Me viene a pelo,
desde el cimiento, desde la ingle pública,
y, viniendo de lejos, da ganas de besarle
la bufanda al cantor,
y al que sufre, besarle en su sartén,
al sordo, en su rumor craneano, impávido;
al que me da lo que olvidé en mi seno,
en su Dante, en su Chaplin, en sus hombros.

Quiero, para terminar,
cuando estoy al borde célebre de la violencia
o lleno de pecho el corazón, querría
ayudar a reír al que sonríe,
ponerle un pajarillo al malvado en plena nuca,
cuidar a los enfermos enfadándolos,
comprarle al vendedor,
ayudarle a matar al matador _ cosa terrible _
y quisiera yo ser bueno conmigo
en todo.

6 nov. 1937

 

 

Derek Walcott

 

La Luz del Mundo

Kaya ahora, necesito kaya ahora
Necesito kaya ahora,
Porque cae la lluvia
Bob Marley

Marley cantaba rock en el estéreo del autobús
y aquella belleza le hacía en voz baja los coros.
Yo veía dónde las luces realzaban, definían,
Los planos de sus mejillas; si esto fuera un retrato
Se dejarían los claroscuros para el final, esas luces
Transformaban en seda su negra piel; yo habría añadido un
          pendiente,
algo sencillo, en otro bueno, por el contraste, pero ella
no llevaba joyas. Imaginé su aroma poderoso y
dulce, como el de una pantera en reposo,
y su cabeza era como mínimo un blasón.
Cuando me miró, apartando luego la mirada educadamente
porque mirar fijamente a los desconocidos no es de buen
           gusto,
era como una estatua, como un Delacroix negro
La Libertad guiando al pueblo, la suave curva
del blanco de sus ojos, la boca en caoba tallada,
su torso sólido, y femenino,
pero gradualmente hasta eso fue desapareciendo en el
           atardecer, excepto la línea
de su perfil, y su mejilla realzada por la luz,
y pensé, ¡Oh belleza, eres la luz del mundo!
No fue la única vez que se me vino a la cabeza la frase
en el autobús de dieciséis asientos que traqueteaba entre
Gros-Islet y el Mercado, con su crujido de carbón
y la alfombra de basura vegetal tras las ventas del sábado,
y los ruidosos bares de ron, ante cuyas puertas de brillantes
           colores
se veían mujeres borrachas en las aceras, lo más triste del
           mundo,
recorriendo a tumbos su semana arriba, a tumbos su semana
           abajo.

El mercado, al cerrar aquella noche del Sábado,
me recordaba una infancia de errantes faroles
colgados de pértigas en las esquinas de las calles, y el viejo
            estruendo
de los vendedores y el tráfico, cuando el farolero trepaba,
enganchaba una lámpara en su poste y pasaba a otra,
y los niños volvían el rostro hacia su polilla, sus
ojos blancos como sus ropas de noche; el propio mercado
estaba encerrado en su oscuridad ensimismada
y las sombras peleaban por el pan en las tiendas,
o peleaban por el hábito de pelear
en los eléctricos bares de ron. Recuerdo las sombras.

El autobús se llenaba lentamente mientras oscurecía en la
            estación.
Yo estaba sentado en el asiento delantero, me sobraba tiempo.
Miré a dos muchachas, una con un corpiño
y pantalones cortos amarillos, una flor en el cabello,
y sentí una pacífica lujuria; la otra era menos interesante.
Aquel anochecer había recorrido las calles de la ciudad
donde había nacido y crecido, pensando en mi madre
con su pelo blanco teñido por la luz del atardecer,
y las inclinadas casas de madera que parecían perversas
en su retorcimiento; había fisgado salones
con celosías a medio cerrar, muebles a oscuras,
poltronas, una mesa central con flores de cera,
y la litografía del Sagrado Corazón,
buhoneros vendiendo aún a las calles vacías:
dulces, frutos secos, chocolates reblandecidos, pasteles de
           nuez, caramelos.

Una anciana con un sombrero de paja sobre su pañuelo
se nos acercó cojeando con una cesta; en algún lugar,
a cierta distancia, había otra cesta más pesada
que no podía acarrear. Estaba aterrada.
Le dijo al conductor: "Pas quittez moi a terre",
Que significa, en su patois: "No me deje aquí tirada",
Que es, en su historia y en la de su pueblo:
"No me deje en la tierra" o, con un cambio de acento:
"No me deje la tierra" [como herencia];
"Pas quittez moi a terre, transporte celestial,
No me dejes en tierra, ya he tenido bastante".
El autobús se llenó en la oscuridad de pesadas sombras
que no deseaban quedarse en la tierra; no, que serían
           abandonadas
en la tierra y tendrían que buscarse la vida.
El abandono era algo a lo que se habían acostumbrado.

Y yo les había abandonado, lo supe allí,
sentado en el autobús, en la media luz tranquila como el
           mar,
con hombres inclinados sobre canoas, y las luces naranjas
de la punta de Vigie, negras barcas en el agua;
yo, que nunca pude dar consistencia a mi sombra
para convertirla en una de sus sombras, les había dejado su
           tierra,
sus peleas de ron blanco y sus sacos de carbón,
su odio a los capataces, a toda autoridad.
Me sentía profundamente enamorado de la mujer junto a
            la ventana.
Quería marcharme a casa con ella aquella noche.
Quería que ella tuviera la llave de nuestra cabaña
junto a la playa en Gros-Ilet; quería que se pusiese
un camisón liso y blanco que se vertiera como agua
sobre las negras rocas de sus pechos, yacer
simplemente a su lado junto al círculo de luz de un quinqué
           de latón
con mecha de queroseno, y decirle en silencio
que su cabello era como el bosque de una colina en la
            noche,
que un goteo de ríos recorría sus axilas,
que le compraría Benin si así lo deseaba,
y que jamás la dejaría en la tierra. Y decírselo también a los
            otros.

Porque me embargaba un gran amor capaz de hacerme
           romper en llanto,
y una pena que irritaba mis ojos como una ortiga,
temía ponerme a sollozar de repente
en el transporte público con Marley sonando,
y un niño mirando sobre los hombros
del conductor y los míos hacia las luces que se aproximaban,
hacia el paso veloz de la carretera en la oscuridad del campo,
las luces en las casas de las pequeñas colinas,
y la espesura de estrellas; les había abandonado,
les había dejado en la tierra, les dejé para que cantaran
las canciones de Marley sobre una tristeza real como el olor
de la lluvia sobre el suelo seco, o el olor de la arena mojada,
y el autobús resultaba acogedor gracias a su amabilidad,
su cortesía, y sus educadas despedidas

a la luz de los faros. En el fragor,
en la música rítmica y plañidera, el exigente aroma
que procedía de sus cuerpos. Yo quería que el autobús
siquiera su camino para siempre, que nadie se bajara
y dijera buenas noches a la luz de los faros
y tomara el tortuoso camino hacia la puerta iluminada,
guiado por las luciérnagas; quería que la belleza de ella
penetrara en la calidez de la acogedora madera,
ante el aliviado repiquetear de platos esmaltados
en la cocina, y el árbol en el patio,
pero llegué a mi parada. Delante del Hotel Halcyon.
El vestíbulo estaría lleno de transeúntes como yo.
Luego pasearía con las olas playa arriba.
Me bajé del autobús sin decir buenas noches.
Ese buenas noches estaría lleno de amor inexpresable.
Siguieron adelante en su autobús, me dejaron en la tierra.

Entonces, un poco más allá, el vehículo se detuvo. Un
           hombre
gritó mi nombre desde la ventanilla.
Caminé hasta él. Me tendió algo.
Se me había caído del bolsillo una cajetilla de cigarrillos.
Me la devolvió. Me di la vuelta para ocultar mis lágrimas.
No deseaban nada, nada había que yo pudiera darles
salvo esta cosa que he llamado "La Luz del Mundo".

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