Enrique Verástegui


 

El Inicio del Esplendor Poético

 

Era 29 marzo de 1990 y con mis compañeros del grupo poético Neón fuimos en ese feriado de Viernes Santo a visitar al poeta Enrique Verástegui. Era la primera vez que íbamos a su casa en Cañete, a “148 Km. al sur de tus ojos” como dice en Una cita con Sonja/ En los extramuros del mundo. Para entonces habíamos hecho amistad con él en Lima, en recitales, en tertulias; habíamos leído sus libros, teníamos en manos frescos los recientes, Angelus novus I y II. Y nuestra admiración hacia él era infinita; porque no solo lo veíamos como uno de los más importantes poetas vivos de Hispanoamérica, sino que su apertura, su sencillez en el trato, nos cautivaba, nos hacía sentir que estábamos hechos para la poesía, a su lado.

Al ver su biblioteca con cientos de libros - Cantos de Ezra Pound destacaba en uno de los estantes de su pequeña oficina -, al sentir el aroma de tranquilidad en esa antigua casa familiar de la calle O’Higgins en San Vicente, me trasladé hacia fines de la década del sesenta, cuando el poeta escribía su primer libro, y lo vi muchachito, leyendo en ese cálido ambiente ubicado, apenas ingresando a la casa, tras la primera puerta al lado derecho del pasadizo; y lo vi leyendo también en la biblioteca municipal, y luego caminando en los intramuros de Lima, específicamente en el Centro (“esta ciudad/ ese monstruo sombrío escapado de la mitología devorador de sueños”), con sus compañeros del grupo Hora Zero, recitando en universidades y sindicatos, con la propuesta de una nueva poesía integral que nacía de la migración, del mestizaje, de la voz de la calle (“En mi país la poesía ladra/ suda orina tiene sucias las axilas”).

Hace pocas semanas le pregunté a Enrique Verástegui en su residencia en Lima, para un documental, ¿cómo así llegaste a escribir ese primer libro, una obra madura siendo muy joven? ¿Cómo llegaste a ese lenguaje que luego se desarrolla más plenamente en tu inmediata y vasta obra poética? “Es que pensé que me iba a morir”, me respondió sin una pizca de dramatismo. Y entendí perfectamente esa respuesta, pues la sensación que sentíamos desde esos años, mis compañeros de Neón y yo, era el fuerte arrebato de la poesía que pugnaba por hacerse vida, por imponerse a una realidad (“Yo vi caminar por calles de Lima a hombres y mujeres/ carcomidos por la neurosis”). Y es la poesía ese grito, esa conciencia lúcida para encontrar belleza en el caos de la Modernidad. Enrique Verástegui nos condujo, nos impulsó a no claudicar en esa búsqueda; a saber imponernos a la muerte cotidiana que se vivía en esos años de violencia política, a seguir un camino que rompiera muros a través de la palabra, diciéndonos de dónde venimos, dónde estábamos parados, dónde está el poeta en la sociedad, y hacia donde hay que dirigirnos con la verdad de la poesía (“Y esto es la realidad – una verdad insertada como una flor”).

En esos años iniciales de la década del noventa, teníamos En los extramuros del mundo solo en fotocopia de la primera edición. Era un libro de un formato que ya no se usaba, y llevaba en la contraportada la foto del poeta de ese año 1971, o de algo antes. Con ese libro Enrique Verástegui no solo se situó en un lugar privilegiado del canon de la poesía peruana, sino también había nacido su leyenda, y nosotros, los poetas jovencitos del noventa, habíamos nacido con su escritura, con esa primera edición. Habíamos llegado al mundo con el nacimiento de ese Primer encuentro con Lezama (“Llevo un sol en mis bolsillos/ pero ya no tengo nada en mí”). En grupo no nos perdíamos cada recital donde él participaba; como si fuera una estrella de rock, no solo nosotros sino todo el público, en su mayoría jóvenes también, le pedíamos que leyera Salmo, Datzibao, etc. Y Enrique remecía el auditorio, y todos salíamos contentos con ganas de celebrar la poesía, la belleza, la rebeldía y el amor (“Y pienso en ti mi querida Sonja en tus labios que muerden/ canciones barrocas del Siglo XII/ porque mis dedos solo han aprendido a tocar/ como una sonata/ tus senos pequeños/ mientras continuas leyendo ‘Tupac Amaru, Amarup Churin, Apu Salqantaypa…’” Lo recuerdo nítidamente y con alegría.

Luego, con la aparición de nuevas editoriales, fueron haciéndose reediciones como la que ahora presenta magníficamente el grupo editorial Caja Negra. Gracias a esta nueva iniciativa podemos releer adecuadamente impresa esta potente ópera prima de un poeta que sigue vivo y creando belleza.

Fui hace poco a San Vicente de Cañete y pasé por la calle O’Higgins, y tal como me había contado el propio poeta era un terreno vacío ahora. Su casa se había caído en el terremoto de 2007. Entonces me vino a la mente esa primera visita; vi a los muchachos del noventa, cargando sus mochilas, identificándose con el maestro, haciéndole preguntas, celebrando con vino y cigarrillos… Y pueden pasar más décadas, muchos terremotos, pero los muros de su obra poética seguirán en pie, intactos, esperando a los nuevos lectores del mañana.

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