"Long Island" un cuento de Andrei Bezzubikoff

 


Long Island *


Presagiando el último viernes de febrero en la habitación 202 del Atrium Plaza Hotel cuatro agitadas almohadas descansan sobre una elegantísima silla tapizada en tela bordada a mano. La habitación está bañada en la luz que proviene de una ventana delicadamente forzada en la muralla. El decorado del cuarto es minimalista pero los muebles son prácticos y cómodos. Una delicada mesa de piernas de alambre, un feroz escritorio de madera oscura y dos largas cortinas que presagian la llamarada del amanecer que empieza a llegar.

En dirección opuesta a la ventana, una bella mujer se quita la pereza de sus eternos cuarenta años y se estira libre sobre el desorden de la cama. Ella tiene el cabello hermosamente dibujado sobre la blancura de las sábanas que acarician su plácida desnudez. Desde la kitchenette un espeso vaho; gris,  y peregrino  va ocupando todos los espacios libres dejados por el vivaz joven quien tararea un viejo bolero de mitad de siglo: “Por las cuatro esquinas hablan de los dos. Que es un escándalo dicen. Y hasta me maldicen por darte mi amor.”

La mujer sonríe al oír las cándidas entonaciones románticas, y sonríe al ver como el sol aparece por entre los edificios aledaños. Ella está feliz esta mañana. Precisamente y completamente feliz luego de haber sido amada, después de haber sido atada al cordón umbilical que ha de unirla con aquella lozana voz romántica de los boleros, aquella piel veinte años más joven que ella, aquella libertad que desde la noche anterior, sin remordimiento, ha acariciado sus muslos y su alma.

Estudiante y maestra, se habían encontrado en las aulas de la universidad católica El sagrado corazón de Jesús. Al inicio del semestre habían cruzado respetuosos saludos y, luego de algunas semanas, también compartieron un inocente café, un cigarrillo surreal, alguna cerveza fría y, sin planearlo, al final de una tarde de exámenes y presentaciones, brindaron por la poesía de Espronceda y la música de Sabina. Bailaron y se rozaron y entre adiós descubrieron el Cielito Lindo, un bohemio bar cerca del boulevard universitario.

Con la llegada del invierno y los días cortos, entre las castañuelas y el laúd, ella se acercó más de la cuenta, y sin medir los efectos de la atracción y las normas institucionales de la docencia lo besó sin frenos; lo besó con tanta gracia y timidez que no quedó espacio ni para el manual de conducta laboral. Ella, especialista en lenguas romances, sorprendida e imprudente, esperaba una noche sin luna. Pero él, estudiante de segundo año de ingeniería civil conocía los secretos de las cuevas y las estalactitas. Además, él conocía el antiguo secreto de humedecer la tierra antes de cavar, de hacer de los triángulos del cuerpo deltas sagradas y allí fundar ciudades y plazas. Maestra y alumno, enamorados de sus besos pasaron inmediatamente a las ilícitas caricias del misterio del gozo y, sin separarse caminaron por los rincones de todas las pistas de baile en todos los bares de la ciudad; se amaron y se ataron a la vez. Juntos, abrigados dejaron pasar los meses del año.

Al siguiente semestre cuando las clases se hicieron difíciles y tediosas, ella sintió su cuerpo arder en el fuego de las prohibidas ternuras en los índices bibliográficos que concluyen una exposición. La sombra después de la lluvia. Desde ese momento cada lectura académica fue un encuentro de Calisto y Melibea y, a partir de esos agitados encuentros decidieron escapar lejos de los ojos y los halcones.

Vámonos, dijo ella. ¿A dónde? Respondió él. Escapémonos lejos. Corramos hacia el cielo o el infierno, pero lejos de todos esos ojos.

Pero fue imposible. Pasaron los meses y nada se pudo hacer hasta que arrebatados en la locura de lo prohibido planearon alquilar una habitación en el bullicio del centro de la ciudad. Pero todo era absurdo e inadmisible. Entonces, hartos pactaron mudarse juntos en el verano a una cabaña en las montañas y decorar las paredes con las fotografías escasas de luz de Boris Ignatovich. Fue un plan irrealizable.

Sin darse por vencidos esperaron la caída de las hojas y la llegada del invierno y para la primavera acordaron rentar una casa cerca del mar, fabricar una hoguera y envejecer de la mano.

Otra vez, todo fue inalcanzable.

Hoy 29 de febrero han pasado la noche abrazados esperando el amanecer y, repentinamente, las alarmas de incendios se activaron en el hotel. Ella despertó de su sueño. Él soltó la toalla envuelta en gasolina y dejó caer los cerillos, sorprendido e ingenuo empezó a tener miedo. Entonces fijó sus ojos en la hermosa mujer que lo esperaba en la cama. Las alarmas sonaron más fuerte y él caminó hacia ella. Ella lo miró venir y reconoció que jamás lo volvería a ver tan hermoso, tan cautivo como en aquel instante. Lo atrajo a su desnudez y lo besó con todo lo que sus labios podían decir y callar. Su viaje era impostergable y la muerte no los separaría. Ella, sin perder tiempo, tomó el vaso de agua mineral y tragó las pastillas para que las llamas no la hieran mientras ardía, luego, él hizo lo mismo. Se abrazaron hondo, profundo; y no dejaron pasar el aire entre sus cuerpos. Se recostaron en la cama. Ella hermosa feliz y desnuda se sentó libre sobre las piernas de él, entonces espontánea y sensual se ató a la ligera el cabello. Lo miró y lo deseó como nunca. Sin dejar el tiempo pasar se acarició los senos mientras sus pulmones se llenaban de aire y, sutilmente, se dejó amarrar desde sus adentros. En el último instante de vida, ellos miraron sus ojos en sus ojos y se repitieron aquello que fueron incapaces de repetirse antes; ámame hasta el fin.


* Este relato pertenece al libro Malabrigos que pronto se publicará en la editorial Apogeo. Aquí va la reseña que hice de su excelente primer libro de narrativa Asilos de luz (Hipocampo Editores, 2010): http://letras.mysite.com/mi110211.html

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