El Ultimo Viaje de Camilo


 

Laura

 

La Neblina

En invierno la neblina llegaba a ocultar el pedazo de cerro que se veía desde la esquina de 28 de Julio con Huánuco; la neblina ocultaba también el ladrido de los perros, la caricatura de las ratas muertas que tiraban los buenos vecinos enfrente de aquella esquina. Era la esquina del Hotel Lima; el Maestro a veces hasta podía silbar mientras  adivinaba el número de cuerpos de las ratas, cuyo hedor, por suerte, podía lo mismo ser tapado por la neblina de las mañanas, y, por la tardes, confundirse con el comercio. La neblina iba penetrando en sus ojos hasta desbordarlos, primero carcomiéndolos, así hasta llegar a la tráquea y más abajo, dejándolo sin voz. Sus pulmones se fueron marchitando y no podía respirar bien. Sobre todo por las noches, en que se las pasaba como si estuviera sumergiéndose en el fondo del mar, como si desde ese hundimiento aun alcanzara a ver aquel punto de luz sobre la superficie de la avenida, y ese punto apenas luminoso también dañara sus ojos, su nariz y su garganta, hasta ahogarlo en la oscuridad total. Esa mañana, al despertar, como hacía en esos días finales de su vida, lo primero que vio fue la luz de la lámpara que había dejado prendida. Estiró su brazo derecho y la apagó. Luego cogió su reloj y vio que estaba malogrado. Al girar para levantarse de la cama, sintió bajo sus costillas la libreta donde anotaba sus ideas. Había estado escribiendo hasta quedarse dormido con la luz encendida. Felizmente que al aplastarlo, con su cuerpo dormido, el cuaderno estaba cerrado y no lo echó a perder con alguna arruga.

 


El Libro

Tú, silenciosamente abierta a la noche donde he esculpido insultos a la muerte, harta de esa canción que sintonizaste en la radio, te envolviste con la penumbra de una ilusión barata y, muy patética como silenciosa, fuiste Marilyn en el Hotel marcado por una estrella, posando en aquella cama que estuvo oculta en la guerra. Y por todo ello, Laura, ahora estoy embriagado de tu cuerpo, aún; y he roto con todo, y por ti he vuelto a creer en aquel paraíso absurdo que pende de un caballete negro, donde antes el Maestro pintaba a Marilyn o a Emma o a Molly. Hice tontamente un nudo con una cuerda atada al techo para ahorcarme, y el nudo se desató. No te rías. No llores tampoco. Coge este papel blanco y aspíralo, otra vez, Mujer-Vampiro, o bebe mi sangre si quieres; alguna vez me dijiste que soñaste que eras vampiro, que te prendías de mi cuello sin saber que era amor. Toma mi cuerpo oscuro y sucumbe en las aguas más profundas de esta nueva música que he sintonizado en la radio. La ciudad bombardeada también vierte su sangre en esta habitación 283. Tú no lo sabes, porque eres más intensa luz que el día. Pero ya no llores, Laura, no es falsa esta luz (1). Yo era feliz a pesar de tus intempestivas ausencias y a pesar de la guerra, porque tenía tu poema, porque te creía algo más allá que toda esta mierda, y aunque nunca creí que podría retenerte aquí, lo hice como antes lo había hecho Víctor Humareda con Marilyn. Por eso, aunque te trocaras ciegamente en esos cuadros obscuros sobre Lima, sabía que tu sonrisa inacabada (2) se mantendría intacta en mis palabras, por tanto, impoluto tu misterio. La resignación sería mi absolución. Por eso quise que estuvieras en un libro escrito por la ciudad, escrito por otros, la ciudad narrada en nuestras noches iluminadas por aquellas explosiones, una verdad  inmensamente lejana, un film donde tu cuerpo también fuese la ciudad, donde todas las escenas fuesen de amor, de ese amor que perduraría luego en el sonido del develamiento de tu cuerpo. Yo tenía que estar en medio de esa destrucción, extraviarme por los caminos regados de esquirlas, con olor a sangre. Es por eso que ahora no puedo negarme el gozo de esculpir insultos a la muerte. Y eso es todo. (3)

(1) La luz de la antorcha del Guernica.

(2) La Monalisa.

(3) De hecho hay muchas alusiones a obras artísticas, como a los nudos de Eielson, por ejemplo.



El Reencuentro

Marilyn entonces sale del Hotel Lima con el pelo mojado, y sin buscar mucho encuentra a Humareda en la mesa de un bar, tomando cerveza, solo, escuchando la nueva canción de Guinda, cualquier cosa. Es la mañana de un miércoles de ceniza en el poema de T. S. Eliot. Han pasado varios años. Marilyn  se sienta en la mesa del pintor:

Pensé que seguías allá._ Le dice él, mientras sirve cerveza en un vaso para Marilyn.

Sólo estuve dos años, vivía a orillas del Támesis. _ El la ve más hermosa que antes.

¿Y qué pasó con “el condenado”?

¡Qué gracioso! Al Conde un día lo encontré con Peter en nuestra cama. Peter era nuestro  mayordomo.

Eso es horrible, mujer.

Tú me conoces. No quise escuchar nada de explicaciones… y lo dejé.

A mí también me dejaste. Y eso que no te engañé con nadie.

Sí, después me di cuenta que hice mal. Pero no hablemos de cosas tristes.

Yo también me he dado cuenta de todo el mal que te hice. _Humareda interrumpe su diálogo para pedir otra cerveza. Nota que conforme se van secando los cabellos de Marilyn éstos se van aclarando más.

 


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