"Rapsodia de Quilca" (de NN)

 


Rapsodia de Quilca

 

Uno camina por esa calle a cualquier hora y su semblante no cambia, la expresión del rostro de esa calle. No exagero. Hay calles con rostro, y solo rostro, porque no necesitan más. Te dice algo. Tantas cosas antiguas allí no pueden dejar de decirte cosas. Ojos que miran hacia adentro, que te invitan a pasar, adelante, Raúl; adelante, Rómulo; adelante, Paco; adelante, Marina. Uno se puede llamar con esos nombres o de cualquier manera. Uno entra a la calle Quilca, entre su olor a viejos incendios no totalmente apagados. Un tufo de cerveza, otro de ron. Un incienso de marihuana dando tumbos en los balcones, en los techos que deberían haber caído hace años. Allí asoma Germán con su botella de plástico con caña, husmea por la ventana rota de madera, entre fierros oxidados carcomidos por el escupitajo del tiempo avaro. Ve a un travesti acicalándose en un espejo hongueado, de un plomo color del cielo de junio.

Germán ha quedado con Luisa en el Queirolo. Son nombres comunes, nombres para olvidar. Si Quilca no olvida ciertas cosas o de cierto modo, no sobreviviría. Hay que guardar el rencor en los vasos, bebérselo hasta la locura y luego ir al baño para dejar que se vaya por esos mundos donde viven sin temor aquellas ratas y cucarachas que poco envidian al sol.  Entonces Germán está cumpliendo años, y se verá con Luisa a quien no ve después de once años. Germán está en los cuarenta y Luisa también. Antes había promesas que se sabían que no se debían cumplir. Ahora hay promesas que hay que alejarlas de la mesa, así como las cenizas de los cigarrillos que a esas horas permiten fumar. Hay canas que oculta él y que ella ha sabido teñir. El tiempo es un lastre, sí, solo existe cuando te oprime. No basta con tantas cosas que lo oprimen a uno en esta ciudad. Tomas conciencia de las cosas, y tomas conciencia de ese tiempo lleno de smog, de polvo, de colores tristes.

 


Si la profundidad de la embriaguez se tratara solo de reproches sería todo más simple. Ellos no se tendrían que pelear otra vez. Con sacarse en cara dos o tres cosas que quedaron como perros rabiosos que ladran sin cesar en las noches sin sentido, pues esos ruidos de insomnio se dormirían por fin con una lágrima sincera. Una lágrima que cae hacia afuera o hacia dentro indistintamente. Ellos ya han vivido esas cosas, además. Y con otras personas. El amor no solo es de dos. El dolor es compartido, así como la culpa. Y, por tanto, a las dos horas están lo bastante ebrios como para darse el primer beso, el primer beso después de once años. A ninguno de los dos los esperan en casa. Germán, en su ebriedad, olvidó que era su cumpleaños. Luisa sí lo recordaba. Por eso van al hostal más próximo, ellos saben cuál tiene que ser, solo es cuestión de voltear la esquina, y ahí enfrente está. Lo conocen. Lo reconocen. Ella nunca volvió a entrar allí. El sí. Pero no lo recuerda ahora, porque está feliz de estar con ella.

Se aman, se follan con todo su ser. Luego reposan, exhaustos, oscuros en esa penumbra con luz que entra del poste por la ventana muda. El recuerda las marchas políticas de esos años. Ella también las recuerda. Nada ha cambiado. Solo sus cuerpos desnudos que ahora están calientes, pegados. Se dirán ciertas cosas que quedaron pendientes, que se acordaron recién, tras el amor carnal. Dirán medias verdades, callarán tanto. De qué vale saberlo todo. No. Además, ya casi ni se siente. Uno tiene que olvidar, uno tiene que perdonar, uno tiene que embriagarse y amar, amar con fuerza, con total entrega sin que eso signifique automutilarse. No hay amor por pedazos, no. Germán recién se percata de una pequeña cicatriz en el vientre de Luisa. Ella no habla. El entiende que no debe preguntar. Quizás más rato lo haga. O mejor esperar a que ella lo explique por sí misma. Explicar no es lo que quiso decir o pensar. Fue un lapsus. Ella no tiene que explicarle nada. Ninguno de los dos ya, a estas alturas ya no.

 


Se sumergen en el sueño. Los caballos se van, los rochabuses se van, los policías se van; el aire picante y ácido se va despejando. A la hora de dormidos, recién se siente el frío. Ella despierta, se levanta y camina hasta el ropero donde hay una frazada doblada y cubre con la frazada a ambos. Germán está bien dormido, ronca. Luisa se queda mirando el techo, con la mano derecha que está más libre, con sus dedos delgados se toca suavemente la cicatriz. No deja de mirar el techo, se da cuenta que el techo tiene una rajadura con forma parecida a esa cicatriz de su vientre. Casi como una letra J. Empieza a decir palabras que empiezan con esa letra: Joder, juerga, jama, Judas, Jesús, ja ja ja…



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