Hotel Lima

 


CONFESIONES DE UN CANÍBAL

 

El amor es algo que no debería ser conceptualizado, debe fluir, como el Claro de Luna de Beethoven; así lo veían los Mlch y los Yahoos. Borges, que sabía todo y era poeta, me contó sobre estos caníbales, que estaban limitados por las siete palabras que combinaban enigmáticamente. El poeta de aquellas tribus, al no contener más el aliento poético, se levantaba y empezaba a gritar. En círculo todos lo escuchaban con atención, entre montones de caca y pétalos de flores. Si los del círculo no alcanzaban el éxtasis, todo quedaba ahí. Pero si el grito del poeta los sobrecogía, se apartaban del hombre allí parado en el centro. Nadie le podía hablar por el resto de su existencia; ya no era un hombre, era un maldito, y cualquiera tenía el derecho de matarlo. El poeta inmediatamente se convertía en un paria, en un exiliado, y con esa condición se refugiaba en los arenales del norte. Y allá, si quería, podía seguir siendo poeta.

 Luego de hablar con Jorge Luis, en un Café de Ginebra, y al descartar mi origen entre esas tribus, me interesé por conocer mis verdaderas raíces. Descubrí que mis antepasados eran de Nueva Guinea. Todavía me quedarán varios primos por allá. Pero jamás iría a verlos, porque ellos aún andan desnudos y tienen por costumbre comerse los sesos de sus parientes más cercanos. También tengo familiares, estos de la parte materna, regados en Eurasia y Mesopotamia, y entre los Iroqueses. Pero los más cercanos están en la selva peruana. Allí están los cashibos, a sólo un día de viaje por tierra. El año pasado fui a verlos. Y de verdad fue muy emocionante encontrarme con ellos. Tengo fotos, algunas incluso pegadas en cuadros que cuelgan en las paredes de mi habitación.

Ningún caníbal vive de su arte. Yo lo llamo arte. Comer es algo tan íntimo y educado que sólo podemos hacerlo en soledad. Antiguamente se organizaban bacanales, pero la crisis de la modernidad prohibió esas grandes orgías, esos festines dionisiacos. Aunque no sean leyes escritas las que lo prohíban, debemos ser muy precavidos para acceder al infinito placer de esa carne. En estos tiempos se relaciona a la crisis con la “inflación”, pero para los caníbales aquella palabra sólo tiene deliciosas connotaciones. Nos seduce y nos alimenta; y por eso apoyamos todas las medidas que hace el gobierno.

No conocemos el amor fati, sólo el narciso, eso explica que ahora esté empeñado a impulsar mi secreto proyecto empresarial. A nadie se lo he comentado aún, porque no quisiera que me roben la idea. Por supuesto que primero he hecho los estudios debidos del mercado. Y por eso sé que no tendrá pierde. Será todo un éxito la cadena de comida rápida que pondré, así como lo fueron el Kentucky y el Mac Donalds. Aquella idea la obtuve de un sueño, cuando dormía en el hotel Pimodan de París hace unos meses. Mi psicólogo me recomendó que tomara vacaciones. Ya había ido de muy joven a aquella gran ciudad. En la primera noche que dormí allí tuve ese intenso sueño, quizás debido a la deliciosa cena que había conseguido en el café Lex Deus Magots del boulevard Saint-Germain. Estaba con los picnos de la Britania Septentrional. Yo era Pocas, y acababa de encontrar la pira de Hércules, por lo que heredé sus flechas. Mi mujer, la reina, era la representante de la Diosa Blanca. Era la noche del Año Nuevo, y como parte de la fiesta me comí la cabeza de mi enemigo. Desde entonces todos me llamaron “El que es como Dios”. Me desperté aquella madrugada, ya casi al amanecer, con esa visión emprendedora, la vista a la Torre Eiffel no podía ser más perfecta. Abrí la ventana mirando la hermosa Ciudad Luz. Y así entre sucesivos y reveladores sueños más empecé a planificarlo. En otro café del boulevard Saint-Germain, el De Flore, empecé a hacer mis anotaciones. Contrataría a esos jóvenes guerreros de la tribu Gantú de Baiushu, del Africa Central, que son muy valientes y fuertes porque después de cada victoria se comen los muslos de sus enemigos. Como administrador llamaría al pelasgo Licaón, hijo de la diosa Osa Calisto, duro como un roble y seguramente leal. A mi franquicia la llamaría La Arcadia. El nombre, por supuesto, tiene un origen familiar. Este nombre se remonta a El Rey Lobo, quien fue coronado en una fiesta antropofágica, cuyo banquete era el Rey fenecido. Cuando murió él, su bella esposa Nonacisis, adoradora del tótem lobo, ella, la Nueve Veces Diosa, lo lloró nueve días y noches, y después comió el poco cuerpo que le quedaba a su marido, pues se lo habían banqueteado también: unas fibras por la cadera, un poco de espalda habían quedado. Este Rey, por ello, fue el primer hombre que civilizó la Arcadia. La cocina estaría a cargo del carnicero de Milwaukee, ¿acaso podría ser de otra manera?

Ahora, en Lima, cuando salgo a caminar por la ciudad, lo que veo me hace recordar a la antigua Perugia en tiempos de hambre, cuando Numancia fue tomada por Escipión luego de una larga resistencia heroica. El ejército vencedor al entrar a la ciudad encontró la impresionante escena de las madres que tenían en su regazo los cadáveres de sus hijos a medio devorar. Era el año 133 A. C., y aquello sucedió luego de quince meses de estar sitiados. Lima, igualmente sigue sitiada, pero tengo fe en mi proyecto. Por eso ahora he salido acompañado de Hitler. Recién lo saco a pasear, luego de ausentarme por tres días. Me explico. En un arrebato místico, debido a las lamentaciones por mis excesos, me había ido al campo para ayunar y meditar. Buscaba el satori, quería ser como Sidharta. Pero no pude vencer mi hambre, necesitaba de carne. Por eso volví, a juntar más capital para mi empresa y esperar a que mejoren un poquito los tiempos. Nunca había visto tan feliz a Hitler, mi pastor alemán, como aquel día en que abrí la puerta de mi casa. El pobre animal estaba casi muerto. Apenas me olió fue corriendo con sus pocas fuerzas hacia mí y me lamió las manos. Luego se desmayó. Todos necesitamos de la estupidez humana para sobrevivir.

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