Uno de “A Mano Umbría” y un inédito de Carlos López Degregori


Poder, Reliquia, Agujero


Este es un juego de paciencia. Su tamaño varía entre el reloj astronómico del centro de la ciudad antigua y uno de bolsillo. En la superficie de caoba está Praga colmada de falsos caminos por los que hay que conducir una bola reluciente de metal hasta un agujero que es su destino.

La esfera reluciente soy yo y el agujero es mi boca.

El agujero son mis oídos y mi ano.

El agujero son los mendigos tendidos como orantes en el piso. Delante de sus cabezas ubican una lata o un pequeño bonete de lana para que los turistas dejen unas monedas. Vi a una mujer anciana con el cabello amarillo y un pato alrededor del cuello como si fuera una estola. Vi a un hombre reclinado sobre un perro que también era un orante.

El agujero es un puente idéntico a mi cuerpo. A un lado están clavadas las puntas de mis pies y al otro mis dientes amarillos y sucios de tierra. Por debajo pasa el río Moldava, la barca del cazador Graccus, los tranvías tirados por caballos que llevan a los solteros, a las criadas, a los oficinistas vestidos con levitas, a los actores que van a la función del teatro negro con sus trajes oscuros y raídos que huelen a sudor.

El agujero es algún rincón del barrio judío que duplica mi juego de paciencia. Allí se levantan la sinagoga con el animal que se enrosca en la reja de la zona de las mujeres, la casa en Parizska 36 donde nunca podría haber escrito mis repudios o transformaciones, el cementerio judío que gira entre derrumbes.

Los giros son derrumbes y son la lengua de San Juan Neponucemo en la Catedral de San Vito al centro de El Castillo.

La lengua de San Juan Neponucemo es una reliquia y en su centro hay un agujero. Kafka es una reliquia viva a la que le entrego toda mi devoción. Yo también soy una reliquia falible, insignificante, menor a un lunar de tinta, a un gramo de esfuerzo.

El poder de Kafka está en un agujero. Su poder consiste en esas dos mujeres que viven en su casa y parecen cocineras sucias y gordas, engalanadas de risitas.

Mi poder es volverme una cocinera que espera la llegada de Kafka.

Mi poder consiste en las dos figuras que orinan en la pequeña plaza del museo.

Mi poder son los escalones del túnel rojo que bajan o suben al museo. Entré un miércoles después del mediodía y me perdí entre las copias de los manuscritos y todas las fotografías que se conocen de Kafka. Admiré el canto insonoro de la mujer proyectada en un cabaret de 1917, me incliné como un orante ante la primera edición de Un artista del hambre. En el centro de la sala oscurecida, hallé dos imágenes y deseé que fueran mi poder: los rostros de Felice y Milena en dos cristales y yo equidistante entre las dos.


Tener miedo de elegir a Felice o Milena es mi reliquia.

Tenderme como el Puente Carlos sobre el Moldavia sin decidir en qué orilla quedarme es mi reliquia.

Permanecer toda la vida escuchando el canto del gallo que sale cuando se esconden los autómatas del reloj será el fin de mi poder. Acompañar los agujeros del cielo y el dolor de los patos que aguardan inmovilizados la muerte serán mis últimas reliquias.

A la salida del museo, almorcé pato asado en una mesa en la que revoloteaban moscas azules de acero reluciente. El río estaba cerca.  Había un agujero en la presa que me sirvieron y yo debía atravesarlo. Estaba rodeado de salsa amarronada al estilo de bohemia, círculos prensados de papa que parecían la lengua de San Juan Nepomuceno, cabellos largos de col morada.

                                                                                                                      Agosto, 2019

                                                                                                                      (De: A mano umbría)

 

 

Humana Fruta


Una cáscara de granadilla en el cesto de la ropa sucia. Alguien ha dibujado en la superficie dorada unos ojos, la nariz elemental, la boca con dientes imperfectos. La cabeza está allí sin voluntad ni explicación. Nadie la trajo del mercado, sencillamente apareció en la casa como un relevo tuyo.

Vemos rostros y figuras en las nubes, en las cortezas de los árboles, en las manchas de la pared de nuestra habitación antes de dormir, en los pliegues voluptuosos de las cortinas. Buscamos un algo humano afuera.  Deben ser ancestros, posibilidades de vidas distintas que no germinaron, criaturas tutelares no nacidas o muertas que siguen nuestro rastro. Cabezas, piernas y brazos reptantes que reclaman un alma. Vienen de un espacio alterno en el que faltamos. Un día partimos sin cerrar la puerta y por allí escapan.

En esta humana fruta hay algo decisivo. La parte que corresponde al cráneo está abierta. Por allí una boca alcanzó el cuerpo dulce y gelatinoso con semillas grises. La granadilla vio cómo la devoraban. Sintió los dientes, el movimiento de la lengua y los labios, la alquimia de la muerte universal en cada bocado.

Alguien sorbió - mascó – engulló compañía, carne con espíritu, opacas moralidades, temor. 

(Inédito) 



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